Obstáculos comunes en la argumentación filosófica.
Common obstacles in philosophic argumentation
Luis
Enrique Ortiz Gutiérrez
luiseo@yahoo.com
Universidad
de Guadalajara
Departamento
de Filosofía
Guadalajara,
México
Fecha de recepción: 28-11-16
Fecha de aceptación: 19-12-16
Ortiz Gutiérrez, L. E. (2017). Obstáculos comunes en
la argumentación filosófica.
Quadripartita Ratio: Revista
de Retórica y Argumentación, 2(3), 10-23. ISSN: 2448-6485
[10]
Resumen: La filosofía se
ha caracterizado históricamente como un examen de los fundamentos de las
creencias, lo que supone el análisis de conceptos y argumentos. Por ello, la
argumentación es imprescindible para la actividad filosófica. No obstante,
existen ciertas posturas al interior de la filosofía cuyos enunciados teóricos
inhiben de cierta forma la discusión crítica. La adopción de estas posturas
lleva, entonces, a una situación en la que se dificulta la confrontación de las
ideas. El objetivo del presente escrito es exponer algunas de estas posturas
para mostrar de qué forma obstaculizan la argumentación.
Palabras clave:
Filosofía, argumentación, obstáculos, intercambio intelectual, falacias.
Abstract: Philosophy has historically been characterized as an examination of
the foundations of beliefs, which implies an analysis of concepts and
arguments. For this reason, argumentation is essential for philosophical
activity. Nevertheless, there are certain positions within philosophy whose
theoretical statements inhibit critical discussion to some extent. Adopting
such positions leads then to a situation in which the confrontation of ideas
becomes difficult. This paper aims to examine some of these positions to show
how they hinder philosophical argumentation.
Keywords: Philosophy, argumentation, obstacles, intellectual exchange,
fallacies.
[11]
Filosofía y argumentación
Desde sus inicios, la
filosofía ha destacado como una actividad de análisis y reflexión sobre asuntos
fundamentales del mundo y la vida humana. A diferencia de otras disciplinas, la
filosofía evita recurrir a la tradición, la doxa o autoridades
incuestionables para fundar sus postulados; antes bien, somete a escrutinio
aquellas afirmaciones que apelan a estas fuentes. Los diálogos platónicos y el Discurso del Método de Descartes son
textos ejemplares de este espíritu crítico de la actividad filosófica.
En oposición
a la tradición, la opinión popular, etc., la evaluación de las creencias y la
fundamentación de las posturas mediante razones son elementos clave de la reflexión
filosófica, como lo señala con claridad Luis Villoro:
Cada quien debe examinar por sí mismo los fundamentos de sus creencias.
Por eso la transmisión de una verdad filosófica es lo contrario del
adoctrinamiento. No consiste en comunicar opiniones, sino en hacer ver las
razones en que se funda una creencia, de tal modo que el otro sólo hará suya
esa creencia si los fundamentos en que se basa se imponen a su propio
entendimiento. Comunicar una verdad filosófica consiste en abrir la mente ajena
para que vea, por sí misma, las razones en que se funda (Villoro, 2007: 124).
Si, en general, argumentar “es
intentar persuadir a alguien de algo por medio de razones” (Marraud,
2013: 11), pareciera, entonces, que la argumentación es esencial para la
filosofía. No obstante, esto ha sido cuestionado e incluso rechazado por
algunas corrientes filosóficas. Ya sea de forma explícita o implícita, muchos
filósofos han considerado que la lógica, la dialéctica o ciertos principios
básicos de la argumentación —como las nociones de verdad o racionalidad— no son
realmente necesarios para la actividad filosófica.
Históricamente, la filosofía
se ha caracterizado por ser un conjunto muy heterogéneo de corrientes y
teorías, que han mantenido constantes discusiones entre sí. Mas no es asunto de
preocupación que las diferencias de opinión representen una constante
histórica; antes bien, quizá sea una de las virtudes de la disciplina. Lo
preocupante más bien es que determinadas posturas nieguen la posibilidad de
efectuar un intercambio intelectual que pretenda reducir diferencias de
opinión, o en otras palabras, que rechacen la argumentación.
La pretensión del presente
escrito es abordar algunos obstáculos que se presentan en la argumentación
filosófica, como parte de un proyecto más amplio cuyo objetivo sería realizar
un diagnóstico de los problemas generales de la argumentación en filosofía. Mi
interés, en particular, es mostrar cómo ciertas posturas de algunas tradiciones
o doctrinas filosóficas afectan el proceso argumentativo. Debo aclarar que no
me interesan sólo los obstáculos que vician este proceso —por ejemplo,
falacias, infracciones dialécticas, técnicas erísticas— generados por estas
posturas, sino particularmente aquellos obstáculos que inhiben la argumentación
en tanto discusión crítica.
La elección de este tema en
concreto responde a mi propia profesión como docente en el pregrado y posgrado
en Filosofía. Los obstáculos que presentaré a continuación, los he detectado a
partir de mi labor en el aula, la lectura de textos de diversos autores y
escuelas, charlas con estudiantes y colegas, participación en foros de
Internet, entre otras experiencias. He de admitir que no presento un diagnóstico
empíricamente sustentado con datos estadísticos; algo que, sin duda, queda
pendiente como una labor necesaria. Es más bien una aproximación intuitiva, por
lo que mi interés es mostrar simplemente algunos obstáculos que probablemente
puedan hallarse en diferentes contextos en los que se [12] estudia y enseña
filosofía, sean o no institucionales. Las posturas que analizaré pueden
presentarse también en otros ámbitos, como las ciencias sociales y las
humanidades en general. Aunque el análisis está limitado a la filosofía, es
posible que algunas consideraciones aquí presentadas sean de utilidad para el
diagnóstico de los problemas argumentales en esos ámbitos. El posible valor de
lo que aquí presento tal vez sea aportar un pequeño avance para un proyecto más
general de análisis de posturas en filosofía y otras disciplinas.
La estructura
de la exposición es la siguiente: primero, presentaré un modelo propuesto por
Jean Piaget que permite la detección y examen de los
obstáculos argumentativos; en segundo lugar, revisaré algunas posturas
filosóficas que generan estos obstáculos; y finalmente, formularé la cuestión
relativa a cómo abordar estos problemas.
Las condiciones básicas para el
intercambio intelectual y la argumentación
Para rastrear
los problemas argumentales, es preciso considerar, en primera instancia,
algunos elementos fundamentales del proceso argumentativo. Para efectos del
estudio, partiré de la siguiente definición de argumentación:
La argumentación es una actividad verbal, social y racional que apunta a
convencer a un crítico razonable de la aceptabilidad de un punto de vista
adelantando una constelación de una o más proposiciones para justificar este
punto de vista (Van Eemeren, Grootendorst
y Henkemans, 2002: 17).
Como se puede apreciar, la
definición de Van Eemeren et al presenta tres rasgos distintivos principales, que
caracterizan la argumentación como: a) actividad verbal, b) actividad social y
c) actividad racional. Tal caracterización goza de cierto consenso entre los
teóricos de la argumentación, pues generalmente se concibe que ésta no se halla
reducida a la dimensión lógica, considerando de igual importancia la pragmática
comunicativa: argumentar, pues, es argumentar para otro. De ahí que se
considere que el análisis lógico deba complementarse con la dialéctica y la
retórica.
Aunque
las teorías argumentativas han alcanzado ya un “rico estado”, en opinión de Van
Eemeren (2015: 84), parece estar todavía un poco
lejana una “Síntesis Moderna” —semejante a la de la biología evolutiva— que
integre estas dimensiones de análisis en un modelo unitario. No obstante, la
identificación de los múltiples factores que inciden en el proceso
argumentativo ya es un paso decisivo, y por lo pronto, ha servido exitosamente
para el análisis y evaluación de argumentos.
Ahora
bien, parte de la labor de identificación consiste en establecer los principios
normativos que permiten que el proceso argumentativo pueda efectuarse. Podemos
distinguir al respecto dos clases de principios normativos: a) las normas que
regulan el proceso, cuya observancia es necesaria para que la argumentación se
conduzca adecuadamente; y b) los requisitos o condiciones iniciales, que
posibilitan la realización misma de la argumentación. Son estos requisitos los
que me interesan en especial; aunque también se considerarán los del primer
tipo, como veremos. El modelo que presento a continuación, tomado de la
psicología cognitiva, puede ser de gran utilidad para dar cuenta de estos
requisitos y para rastrear ciertos problemas argumentales.
De acuerdo
con Piaget (1983), un intercambio intelectual es un
proceso regulado en que los participantes comparten proposiciones entre sí. En
este proceso, el participante x emite
una proposición r(x) a su
interlocutor x’, quien puede aceptar
o rechazar el valor de la proposición de x,
lo que designaremos como s(x’); tal acuerdo o desacuerdo de x’ puede conservarse o no en el curso de
los intercambios subsecuentes, es decir: t(x’).
A su vez, x conservará para los
futuros intercambios también el valor de r(x)
que es afirmado o negado en s(x’), teniendo
así v(x). El esquema del intercambio sería así:
Para x:
r(x) -> s(x’) -> t(x’) -> v(x)
Cuando sea el turno de habla de x’,
el esquema sería:
[13]
r(x’) -> s(x) -> t(x) -> v(x’)
Como señala Piaget, “cada una de estas secuencias señala, por lo tanto,
los valores atribuidos sucesivamente a las proposiciones enunciadas por los
participantes x y x’” (1983: 105). Un aspecto importante
señalado por el psicólogo suizo es que los valores virtuales v y t
obligan a los participantes a reconocer mutuamente los valores de las
proposiciones que han proferido y a mantener sus acuerdos o desacuerdos. Así, x podrá apelar a v(x) en caso de que x’
haya cambiado de opinión respecto del acuerdo inicial en s(x’).
Ahora bien,
para que el intercambio pueda llegar al equilibrio, se requieren ciertas reglas
de agrupamiento de proposiciones, que según Piaget
(1983: 106), no serían diferentes de las de la lógica formal. El equilibrio, en
este sentido, supone tres condiciones básicas, a saber:
1) Una escala común de valores intelectuales: Tanto x como x’ deben poseer una escala de valores compartida, que supone un
código lingüístico común (por ejemplo, la lengua), un sistema de nociones
definidas —x y x’ pueden coincidir o diferir parcialmente en la definiciones de
los términos empleados, pero debe disponerse de alguna clave que permita la
traducción de los términos de uno en el sistema del otro— y un conjunto de
proposiciones fundamentales que incluyan estas nociones, admitidas por ambos
convencionalmente y a las que pueden apelar durante el intercambio.
2) La conservación del valor de las proposiciones en juego, lo
que supone un mutuo acuerdo sobre la veracidad de las proposiciones y la
obligatoriedad de las partes a reconocer la constancia de este valor durante
los intercambios.
3) La reciprocidad del pensamiento entre las
partes, en el que x puede invocar el
valor de las proposiciones previamente admitidas por x’, y viceversa. Esto establece una igualdad de condiciones entre
los participantes, ya que cada participante puede recordarle al otro el
compromiso asumido de aceptar el valor de las proposiciones previamente
acordado. La reciprocidad supone que una parte reconoce el punto de vista de su
contraparte, y viceversa.
En suma, el
equilibrio supone tres condiciones: escala común de valores, conservación y
reciprocidad. Piaget aclara que estas condiciones se
darían en una clase particular de intercambios en los cuales los individuos
exponen abiertamente sus puntos de vista, reconocen el punto de vista de sus
interlocutores y asumen recíprocamente obligaciones. Tal clase sería la
cooperación, fundada en la ejecución de operaciones lógicas por varios sujetos
en la comunicación:
El estado de
equilibrio, tal como queda definido por las tres condiciones precedentes, está
pues subordinado a una situación social de cooperación autónoma, fundada en la
igualdad y la reciprocidad de los participantes, y separada simultáneamente de
la anomia característica del egocentrismo y de la heteronomía
característica del constreñimiento (Piaget, 1983:
108).
En
el caso del egocentrismo intelectual, la ausencia de una escala común y
reciprocidad resultará en que: 1) no habría una escala de valores común, pues
“los participantes emplean las palabras en sentidos diferentes, o se refieren
implícitamente a imágenes o símbolos individuales, a significaciones privadas”
(Piaget, 1983a: 186); 2) al no haber compromiso
mutuo, no hay conservación del valor de las proposiciones empleadas entre los participantes,
lo que puede derivar en contradicciones; y 3) la falta de reciprocidad origina
que una de las partes considere su punto de vista como el único posible, lo que
impide la cooperación.
En el caso del
constreñimiento (sea por la tradición o por la autoridad), encontramos también
una situación de desequilibrio o “falso equilibrio”:
1) La escala de
valores es impuesta por una de las partes, obligando a la aceptación de un
conjunto de proposiciones a la otra parte.
[14]
2) La
conservación de las proposiciones se basa no en el compromiso mutuo contraído
por los participantes, sino al constreñimiento ejercido por una de las partes.
3) No hay
reciprocidad, en la medida en que las obligaciones se fincan en un solo sentido,
y no entre ambas partes.
Piaget sólo considera el egocentrismo
intelectual y el constreñimiento como factores que impiden el equilibrio en los
intercambios. Como veremos, existen otros factores que bien pueden incluirse en
los anteriores, o bien factores de otra índole, pero que igualmente conducen al
desequilibrio.
Antes
de entrar en esta cuestión, es preciso realizar algunas precisiones. Hay que
destacar que la argumentación, tal como es definida por la teoría pragmadialéctica, representaría un caso particular de los
intercambios intelectuales, a saber, cuando existe desacuerdo. En mi opinión,
la pragmadialéctica presenta el modelo teórico para
el análisis y evaluación de estos intercambios intelectuales, estableciendo las
reglas lógicas y pragmáticas que permitirían resolver las diferencias de
opinión. Claro está, el modelo de Piaget posee sus
limitantes, ya que está centrado en los aspectos lógicos del intercambio y
únicamente considera algunos aspectos dialécticos (por ejemplo, la obligación
de los participantes a conservar las proposiciones y reconocer los puntos de
vista ajenos). De ahí que podrían ser complementarios ambos modelos.
En este
tenor, también es importante puntualizar que la presencia de un desacuerdo no
es causa de desequilibrio, pues puede existir un desacuerdo y llevarse a cabo
el intercambio de forma equilibrada, siempre y cuando se den las tres
condiciones. El
esquema de un desacuerdo sería el siguiente:
1)
x enuncia
r(x).
2) x’ enuncia s(x’), donde considera que r(x)
es falso.
3) x’ enuncia las razones a, b, c, de donde se sigue que r(x’) es falso.
4) x’ conserva s(x’), con lo cual se tiene t(x’).
5) x puede o no conservar r(x), con lo cual se puede tener o no v(x).
En
caso de que x acepte s(x’) dadas las razones (a,b,c) aducidas
por x’, con lo cual no llega a v(x), en este escenario, se puede decir
que x ha sido persuadido por x’. De no ser el caso, el desacuerdo
continúa. Pero para que el intercambio se efectúe de forma equilibrada, es
menester que, pese al desacuerdo ante r(x),
ambos posean ciertos conceptos comunes o definidos de forma más o menos
homogénea, y que se supongan ciertas proposiciones fundamentales como
verdaderas, etc. Por ello, no habrá equilibrio si en un intercambio
argumentativo una de las partes cambia el sentido de algunas expresiones —como
sería el caso de las falacias de ambigüedad— o renuncia a la obligación de
conservación, lo que podría llevarlo a contradicciones y violar normas
dialécticas. Igualmente, un síntoma de falta de reciprocidad es el empleo del ad hominem circunstancial: “Te falta
experiencia para que entiendas lo que te estoy planteando” —lo que permite a
una de las partes presentar su punto de vista unilateralmente y evadir ciertos
compromisos en el intercambio.
Como señalé
antes, este modelo presenta sus límites, pero resulta útil para analizar
algunos obstáculos que comúnmente se presentan en la argumentación en
filosofía. En especial, el incumplimiento de primer requisito, la escala común
de valores, es uno de los factores más frecuentes que generan problemas
argumentativos en este campo, como veremos enseguida.
Obstáculos comunes en la
argumentación filosófica.
Por las
razones que presenté al inicio, el listado de posibles obstáculos que inhiban el
proceso argumentativo no es exhaustivo. Reitero que mi interés es mostrar
algunas posturas filosóficas cuyos enunciados afirman o implican, de diversos
modos, que no es posible argumentar o vician el proceso en caso de efectuarse.
Dadas las limitaciones del modelo que he tomado, es posible que haya dejado de
considerar otras posiciones. Pero creo que el análisis que comparto podría dar
claridad sobre algunos [15] problemas generales al interior de la argumentación
filosófica.
I. Relativismo.
Es preciso aclarar que no toda
variante del relativismo anula la posibilidad de argumentar (Glock, 2012: 293ss). En específico, me refiero a las
variantes que consideran que la verdad y la validez depende
totalmente del contexto, siendo imposible la traducción de un contexto a otro.
Este tipo de relativismo puede adquirir las formas de subjetivismo —cuando la
verdad es relativa al sujeto— o relativismo cultural —cuando la verdad es
relativa al contexto cultural.
En
estas posturas, se dificulta la posibilidad de acordar una escala de valores:
los conceptos sólo pueden definirse para un sujeto o un contexto, y no hay
manera de establecer proposiciones fundamentales en común, ya que no habría
modo de concordar acerca de los valores de verdad, algo que las propias tesis del
relativismo radical declara imposible. Por tal motivo, podemos constatar que el
subjetivismo presenta semejanzas con el egocentrismo, para el que las
expresiones y enunciados sólo pueden tener significaciones privadas. Al no
cumplirse la primera condición, la reciprocidad y la conservación tampoco
podrán conseguirse: no podrá haber acuerdos sobre proposiciones ni, en
consecuencia, lograr intercambios equilibrados, pues cualquier objeción podrá
ser anulada al considerar que las proposiciones de la contraparte son
verdaderas sólo para ésta (“Está bien lo que dices, pero ésa es tu verdad”).
En cuanto al
relativismo cultural, no sólo plantea la dificultad de hallar significados
comunes, sino que puede ir directamente contra el procedimiento racional, que
es la base de la argumentación. Así lo expresa el filósofo Gianni Vattimo:
C1
(…) la razón es sólo la forma en la cual se argumenta en un determinado
horizonte cultural. Los bantúes tienen una razón. Nosotros tenemos nuestra
razón. Tenemos instrumentos que “corresponden” a la realidad sólo en cuanto
técnicamente eficaces, pero desde luego no la reflejan por aquello que es (Vattimo, 2009: 37).
El
autor italiano considera, en pocas palabras, que la racionalidad varía según el
contexto cultural. De ser así, se imposibilitaría el proceso argumentativo
entre sujetos pertenecientes a distintos contextos. Aunque la formas en que se
argumenta pueden tener variaciones —algunas de ellas debidas a convenciones
culturales—, existen normas independientes de estos contextos, como las normas
lógicas. Aunque Vattimo nos mostrara algún grupo
étnico que admitiera las contradicciones en sus intercambios verbales, la
existencia de tal etnia no cuestionaría la validez del principio de
contradicción, pues el valor de una norma no depende de su observancia en la
práctica.
Lo
principal es que si la argumentación es totalmente dependiente del “horizonte
cultural”, no sólo se presenta la dificultad de acordar una escala de valores,
sino que ni siquiera podrían establecerse principios básicos de racionalidad
(por ejemplo, las normas lógicas). No habría manera de entablar una discusión
crítica entre individuos de distintas culturas.
Desde
luego, estas formas de relativismo son epistemológicamente insostenibles, y
desde el Teeteto de Platón se encuentra
la clásica objeción, que consiste en mostrar que su tesis fundamental
constituye un enunciado autorreferencial, que puede fácilmente reducirse al
absurdo: la proposición “la verdad es relativa a un contexto dado”
exclusivamente podría afirmarse dentro de un contexto dado, lo que genera el
problema de por qué el relativista lo afirma fuera de éste. Si el relativista
replica que esta proposición es la excepción a la regla, admitiría que al menos
esta proposición es verdadera en todo contexto; dicho de otro modo, reconocería
que hay una verdad absoluta: la de su propia tesis (Putnam, 1981: 121 y ss.).
Si no reconoce lo anterior, carece de sentido siquiera que la comunique, pues
sólo vale para su propio contexto.
Desde luego,
el relativista puede hallar múltiples formas de salir al paso a las objeciones.
La siguiente cita de Rorty ilustra muy bien una de
estas formas:
[16]
C2
La invocación ritual de la “necesidad de evitar el relativismo” puede entenderse
mejor como expresión de la necesidad de mantener ciertos hábitos de la vida
europea contemporánea. Éstos son los hábitos alimentados por la Ilustración, y
justificados por ésta en términos de
apelación a la Razón, concebida como capacidad humana transcultural de
correspondencia con la realidad, una facultad cuya posesión y uso vienen
demostrados por la obediencia a criterios explícitos (Rorty,
1996: 48-49).
Aquí,
el filósofo norteamericano presenta la resistencia al relativismo como un
síntoma de los hábitos occidentales —lo que supone que la misma resistencia es
un producto cultural—, con lo cual evade totalmente las objeciones lógicas y
epistemológicas contra esta postura. En cierto modo, para la defensa del
relativismo cultural, Rorty apela al propio
relativismo cultural. Mas la cuestión central —la justificación del
relativismo— es pasada totalmente por alto.
Pero si el
relativismo epistémico resulta problemático, más lo es el relativismo moral.
Piénsese en las implicaciones de adoptar esta postura ante problemas de ética
aplicada, por ejemplo, los dilemas morales que exigen una deliberación. ¿Cómo
lograr el consenso para determinar la mejor elección en términos éticos? Si los
participantes poseen su propios puntos de vista,
siendo intraducibles entre sí, la deliberación sería simplemente imposible.
II. Maniqueísmo filosófico.
Una manera
fácil y sencilla de entender el mundo es caracterizarlo en tonos simples de
blanco y negro. Algunas producciones culturales, como las cintas de acción o
las telenovelas, presentan las tramas en esos términos, y así resulta fácil
identificar los roles de los personajes, sus rasgos de personalidad y sus
cualidades morales: los héroes, las heroínas, los villanos, etc. De forma
análoga, el maniqueísmo filosófico (el nombre es tomado de cultos religiosos de
la Antigüedad) presenta una perspectiva en la cual los conceptos, las creencias
y las otras corrientes filosóficas son agrupadas en dos conjuntos antagónicos,
A y B, a los cuales se les atribuyen valoraciones positivas y negativas, siendo
A positivo y B negativo. El filósofo
maniqueo tenderá a configurar su Weltanschauung de acuerdo con esta dicotomía. Un rasgo
importante, aunque quizá no obligatorio en toda postura maniquea, es que se
exige al sujeto un “toma de posición”: el sujeto debe aceptar y defender todo
lo relativo a A y demonizar todo lo perteneciente a B[1].
El ejemplo
más claro de esta postura filosófica es el marxismo ortodoxo, que reducía la
historia de la filosofía a la lucha entre dos bandos: el materialismo (conjunto
A) y el idealismo (conjunto B); e incluso dentro del materialismo, se exigía un
posicionamiento por el “materialismo dialéctico” frente al “materialismo
mecanicista” (cf. Afanasiev, 1978). Aunque esa
variante del marxismo prácticamente desapareció con el Muro de Berlín,
perspectivas similares podemos hallar en algunas corrientes contemporáneas,
como el feminismo radical (“Todo es culpa del sistema heteropatriarcal”),
el libertarismo o anarquismo liberal (“Todo es culpa del Estado”), algunas
corrientes de la filosofía latinoamericana (“Todo es culpa del pensamiento
colonialista occidental”), entre otras. Aquí una muestra:
C3
La expulsión de las mujeres en la ciencia (como en las otras
construcciones culturales humanas) tiene un doble resultado: impedir nuestra
participación en las comunidades epistémicas que construyen y legitiman el
conocimiento, y expulsar las cualidades consideradas “femeninas” de tal
construcción y legitimación, e incluso considerarlas como obstáculos. No sólo
las mujeres, por cierto, han quedado fuera de estas comunidades. Muchas
masculinidades subalternizadas por una subjetividad
hegemónica también fueron expulsadas (no hay más que [17] pensar en varones indígenas y afrodescendientes
para comprobarlo).
Así, el conocimiento que se erige como principal logro humano y como
visión universal y objetiva del mundo, expresa el punto de vista que las
feministas llamamos “androcéntrico”: el del varón adulto, blanco, propietario,
capaz. Las propias instituciones que estos varones crean, legitiman y
justifican la falta de condiciones indispensables del resto de los sujetos para
participar en ellas: nos niegan racionalidad, capacidad lógica, abstracción,
universalización, objetividad, y nos atribuyen condiciones a las que les restan
cualquier valor epistémico: subjetividad, sensibilidad, singularidad, narratividad.
Así, es difícil ver la relación entre las mujeres y la ciencia de otro
modo que como una conjunción forzada de dos categorías definidas históricamente
(por el pensamiento patriarcal) para no unirse. La construcción cultural de la
ciencia hace de ella una empresa con ciertas características determinadas, que
superpuestas a la construcción social de los géneros dan el resultado bastante
obvio de que se trata de una empresa masculina (….) (Maffia,
2007).
En
este pasaje, la autora presenta dos argumentos: el primero pretende mostrar que
el conocimiento pretendidamente universal y objetivo de la ciencia es en realidad
“androcéntrico”, partiendo de la premisa de que tanto las mujeres (y también
los varones que no son blancos ni occidentales) como las cualidades “femeninas”
han sido objeto de exclusión de las comunidades epistémicas. Esto, a su vez,
sirve como apoyo al segundo argumento, que pretende justificar el punto de
vista de que el “pensamiento patriarcal” ha vuelto incompatible el vínculo de
las mujeres con la ciencia, por lo cual la ciencia sería exclusivamente
masculina. Al margen de si las premisas del argumento son verdaderas[2], el
maniqueísmo se pone de relieve al presentar una serie de valores antagónicos
vinculados a los dos géneros (que la autora atribuye a las instituciones
“patriarcales”): la objetividad y la racionalidad del lado de lo masculino, la
subjetividad y la emotividad del lado de lo femenino. A partir de esta
dicotomía, la autora puede llegar a tales conclusiones, lo cual es de suma
importancia, pues revela uno de los aspectos más problemáticos de esta clase de
posturas.
Dado
que en el maniqueísmo se excluyen alternativas a los dos conjuntos antagónicos,
no se concibe la posibilidad de intersección entre éstos, o no se aprecian las
dificultades de valorar en términos simples de positivo o negativo, el
maniqueísmo incurre en un falso dilema. Los fenómenos sociales, los
acontecimientos históricos y las acciones humanas en general presentan un
cierto nivel de complejidad que dificulta reducirlas a una dicotomía tan
elemental. En principio, entre el blanco y el negro existen múltiples tonalidades
de gris.
En
términos argumentativos, el maniqueísmo filosófico nos lleva a una situación
similar al constreñimiento, en tanto la escala de valores es establecida
unilateralmente por una de las partes y obliga a su aceptación a la
contraparte. Puesto que para el maniqueísmo filosófico hay únicamente dos
posiciones antagónicas (tertium non datur) y
se exige una toma de posición por la “positiva”, se cierra definitivamente la
posibilidad de una discusión crítica, ya que el participante maniqueo no
estaría dispuesto a someter a debate su postura. Podría decirse que el
dogmatismo que adquirió el marxismo ortodoxo no es casual, y podría ser el caso
también de otras posturas maniqueas.
Pero en caso
de darse la discusión, esta postura genera sus propios mecanismos de defensa
frente a las objeciones, sosteniendo que el punto de vista de la contraparte
forma parte del conjunto B, y por ende, su posición queda descalificada
(“Difieres de mí porque eres un idealista burgués, falócrata machista,
positivista eurocéntrico”, etc.). No es de
sorprenderse que el recurso al ad hominem
sea usual en estas discusiones[3].
[18]
III. Pancratismo.
Se ha
extendido una cierta tendencia, siguiendo los trabajos tardíos de Michel
Foucault, de considerar que las pretensiones de verdad en el conocimiento
enmascaran mecanismos de poder; en el extremo, se llega a considerar que
detrás de cualquier fenómeno se halla el
poder, por lo cual denominaremos a esta postura como “pancratismo”
(del griego παν: “todo”, y κράτος: “poder”,
“dominio”). Aunque no ha sido una tendencia dominante, sí tiene cierta
presencia en filosofía y otras disciplinas, por lo cual merece atención.
De
acuerdo con Foucault, la “voluntad de verdad” forma parte de los sistemas de
exclusión de la sociedad, dado que está ligada a las instituciones, que
determinan cómo aplicar el saber. De ahí, pues, afirma el autor: “creo que esta
voluntad de verdad apoyada en una base y una distribución institucional, tiende
a ejercer sobre los otros discursos (…) una especie de presión y de poder de
coacción” (Foucault, 2002: 22). Aunque el filósofo parece haber matizado un
poco su planteamiento[4], sus
seguidores lo han tomado al pie de la letra, y por tal motivo, el análisis que
planteo se refiere a esa versión popularizada, y es a la que me refiero como pancratismo.
Tal
versión incurre en un error epistemológico al confundir el valor cognitivo del
conocimiento con su uso o aplicación en la sociedad: una proposición puede ser
verdadera o falsa al margen de su posible uso para justificar ciertas prácticas
sociales. Así, los enunciados de la física nuclear son verdaderos
independientemente de sus controversiales aplicaciones bélicas; por otro lado,
la homeopatía puede ser útil como placebo, mas no se sigue que sus bases
teóricas sean ciertas.
Hay
que percatarnos también del uso equívoco del término “exclusión”, que en un
sentido puede emplearse para designar que en el conocimiento se distinguen los
enunciados verdaderos de los falsos (o
las creencias justificadas de las que no lo están), y en otro, designa la
práctica social de discriminar a los individuos. Partiendo de este equívoco, el
pancratismo concibe que los procedimientos de
evaluación del conocimiento no serían distintos de las
prácticas sociopolíticas de discriminación de individuos. Ciertamente, la
corroboración o falsación de enunciados son
esencialmente prácticas —que pueden ser institucionales o no—, pero ello no
significa que sean de la misma naturaleza que las prácticas políticas.
En
el proceso argumentativo, enfrentamos una situación semejante al relativismo,
dado que el pancratista puede negarse a acordar una
escala común de valores, pues desde su perspectiva, establecer definiciones
convencionales y consensar sobre ciertas proposiciones básicas sería
“normalizar” (otro sinónimo de opresión).
Puede incluso cuestionar el proceso argumentativo también como
instrumento de “normalización”. Si para él la propia pretensión de verdad es en
el fondo ejercer poder, no podrían cumplirse los requisitos mínimos para
entablar una discusión crítica. De este modo, la postura se vuelve
incontrovertible.
Lo anterior
se evidencia en sus mecanismos de defensa. El pancratismo
recurre a una fórmula —también invocada en el maniqueísmo filosófico— que sirve
como réplica universal, y básicamente afirma lo siguiente: “x es en el fondo y”, donde los valores de x
e y designarán lo que es considerado
como negativo: “La verdad es en el fondo poder”, “La objetividad es en el fondo
una construcción narrativa”, “La filosofía europea es en el fondo una ideología
colonialista”, “Los valores estéticos femeninos son en el fondo una imposición
machista”, etc. Si bien es cierto que los textos o actos de habla pueden
comunicar algo diferente a lo expresado o admitir múltiples lecturas, se
reconoce que no todo enunciado o discurso
posee un significado oculto.
[19]
El
problema de estos planteamientos es que suponen que sí. Entonces, el pancratista puede recurrir a la fórmula durante la
discusión para desarmar a su oponente (“Lo que dices es en el fondo un discurso
de poder”), lo que condicionará a éste en sus posibles réplicas que igualmente
podrán ser interpretadas como significando algo oculto[5]. Por ello,
el intercambio estará desequilibrado.
La
contraparte, no obstante, puede responder que esta forma de argumentar es autorreferencial,
por ejemplo, con la metaproposición “La proposición
‘La verdad es en el fondo poder’ es en el fondo poder”, para aplicar una
reducción al absurdo. O puede cuestionar al pancratista
acerca del valor cognitivo de los enunciados bajo la fórmula “x es en el fondo y”, esto es, si tales enunciados describen algo acerca del mundo.
Si el pancratista responde negativamente, entonces la
fórmula resulta ser una expresión hueca; si su respuesta es afirmativa, estaría
admitiendo que hay enunciados descriptivos que no expresan significados
ocultos. Pero siempre podrá utilizar la fórmula para defenderse —señalando, por
ejemplo, que el problema de la autorreferencialidad
no afecta su postura, considerando que tal problema pertenece a una tradición
que es en el fondo un mecanismo de poder—, lo que deja la posibilidad abierta
de viciar la discusión.
En todo caso,
nos hallamos frente a una perspectiva inmune a la crítica. No es exagerado
decir que estaríamos nuevamente frente a un dogmatismo.
Hay otras
posturas que también pueden obstaculizar la discusión crítica, pero dada la
escasa difusión que han tenido o porque presentan problemas muy semejantes a
las de las posturas ya expuestas, sólo las mencionaré brevemente.
El
escepticismo radical —me refiero con ello a las doctrinas de Pirrón, Sexto Empírico o Montaigne—
presenta los mismos problemas de autorreferencialidad
e incomunicabilidad del relativismo contextualista.
Pero debido a que pocos pensadores se han inclinado por esta postura, no me
parece que merezca un análisis más detallado.
He
hallado un conjunto de posturas que sostienen que, frente a la tradición
filosófica occidental, existen “formas alternativas” de filosofar. Tratándose
de posturas heterogéneas, resulta difícil caracterizarlas en su generalidad. Algunas
incurren en los errores antes mencionados; por ejemplo, buena parte de estas
posturas se pueden ubicar como relativistas, por lo que comparten los mismos
problemas epistemológicos.
En
otros casos, se establece que la “forma alternativa” propuesta es superior a la
filosofía tradicional: tal es el caso de la metafísica de Bergson, que supone
que la “intuición vital” representa un medio de conocer superior a la
inteligencia, que nos permite captar “el devenir” del Cosmos. Sin embargo, dada
la caducidad del bergsonismo y su confinamiento al
ambiente intelectual francés, no he considerado tratarlo a fondo. Pero podemos
señalar un aspecto importante de esta clase de “filosofías alternativas”:
suponen que para alcanzar ciertos conocimientos es menester lograr un
determinado estado vivencial o espiritual, inaccesible para el pensamiento
racional. Las dificultades para la argumentación son claras, pues desecha en
principio el aspecto racional. Ante la crítica, la réplica usual de los
promotores de “lo alternativo” es que el sujeto debe ubicarse en esos estados
especiales para poder juzgar la postura. De ahí que sea común que en estas
discusiones se recurra a la falacia de alegato especial: “No entiendes porque
no lo has vivenciado” o “Comprenderás lo que te digo
cuando le entres a los hongos”. Pero pocos filósofos han planteado esto, y más
bien su lugar está en el misticismo o las seudofilosofías
de la Nueva Era.
Pero también
se puede localizar la inclinación por “filosofías alternativas” en perspectivas
que pretenden reivindicar los regionalismos culturales, como se muestra en el
siguiente pasaje:
C4
Muchas
enseñanzas implícitas en los lenguajes no científicos deberían enriquecer
nuestra propia capacidad para generar pensamiento nuevo. [20] Lenguajes
que, como el literario y el plástico, dan cuenta de las realidades con una
capacidad de síntesis y de sugerencias que muchas veces la ciencia no tiene.
Lenguajes
como éstos son fundamentales para desatar el deseo de moverse por la historia,
que, a veces, el conocimiento no contiene. Se puede encontrar allí una forma de
liberación de los encuadres del razonamiento científico que lo presionan hacia
formas de razonamiento ahistóricas, y, en
consecuencia, reduccionistas. Liberarse de parámetros para reubicarse frente a
la realidad y mirarla, en el sentido de lo que se señalaba, para recuperar ese
concepto clásico olvidado: la necesidad de recuperar la exigencia de mirar la
realidad antes de volcarse a su explicación. (Zemelman,
2000: 32).
En
este pasaje, la propuesta de un “pensamiento nuevo” se basa en un falso dilema,
en el que se contraponen los “lenguajes” literarios y plásticos a la ciencia
(peor aún, la absurda oposición entre explicar y “mirar la realidad”). Lo
importante es que, a diferencia del relativismo cultural, aquí se exaltan estas
formas alternativas como conocimientos de tipo superior. Dado que se parte de
una dicotomía falaz, que obliga a adoptar una cierta escala de valores, se ve
difícil que se pueda entablar un intercambio argumentativo equilibrado.
En
resumen, las posturas que hemos revisado no satisfacen las condiciones
básicas (en especial, la escala común de
valores) para un intercambio intelectual de tipo argumentativo. Debido a
ciertas tesis que proponen, explícita o implícitamente, la práctica
argumentativa es inhibida o viciada en caso de efectuarse, lo pone en una
situación similar a la anomia o la heteronomía.
Algunos
podrán replicar que el hecho de que un intercambio argumentativo pueda viciarse
no depende necesariamente de las posturas en sí, sino de los proponentes. Esta
objeción es válida, pues hay que considerar el grado de aceptación o incluso
apego que pueda tener un proponente a estas posturas. Adler (2009) ha mostrado
cómo las creencias pueden llevar a los individuos a rechazar argumentos a pesar
de su contundencia. No obstante, lo que he intentado mostrar es que, al margen
del apego del sujeto hacia ciertas creencias y su impacto en el proceso
argumentativo, los enunciados mismos de estas posturas pueden obstaculizar el
proceso, y en cierto modo, generar estas resistencias en los sujetos. Esto nos
lleva al problema que considero más fuerte: si es posible y si se debe entrar
en discusión con los proponentes de estas posturas.
¿Qué hacer frente a estos
obstáculos?
Para
concluir, consideremos la siguiente pregunta: ante las posturas previamente
revisadas, ¿hay que efectuar o evitar la discusión crítica? No creo que tenga
una respuesta simple, en principio. Por ello, más bien presentaré algunas
posibilidades y ciertos problemas a tomar en consideración. Partamos de dos
escenarios posibles: efectuar o evitar la discusión crítica. Esto nos lleva a
dos opciones (con sus respectivos argumentos):
1) Dado que no
se cumplen las condiciones del intercambio intelectual, lo adecuado es evitar la discusión.
2) Dado que la
actividad filosófica posee un espíritu crítico que lleva a cuestionar dogmas,
conceptos oscuros y supuestos dudosos, lo adecuado es efectuar la discusión.
Podrían haber más escenarios y opciones a considerar, pero de
momento sólo alcanzo a concebir éstos. Procederé, en primer lugar, a analizar
la segunda opción, que está en consonancia con cierta concepción de la
filosofía —la cual comparto— en la que se enfatiza el examen y valoración de
las creencias socialmente establecidas, expresada claramente por el filósofo e
historiador Isaiah Berlin:
…si los presupuestos no se examinan y se dejan al garete, las sociedades
corren en el riesgo de osificarse; las creencias, endurecerse y convertirse en
dogmas; distorsionarse la imaginación, y tornarse estéril el intelecto. Las
sociedades pueden decaer a resultas de dormirse en el mullido lecho de dogmas
incontrovertidos (Berlin, 2008: 18).
[21]
Si
lo anterior aplica a las creencias en general, con mayor razón aplica a las
filosóficas. En consecuencia, si consideramos que la argumentación en tanto
discusión crítica es el medio más adecuado para analizar y evaluar las
creencias, no debería haber impedimento alguno para someter a análisis y
evaluación posturas como las que hemos revisado anteriormente. En todo caso,
quizás haya que buscar las estrategias más adecuadas para llevarlo a cabo. A
continuación presentaré algunas propuestas.
Puesto
que muchos de los problemas surgen ante la falta de una escala común de valores
—y en cierto modo, la conservación y la reciprocidad dependen de ésta—, se
tendrá que recurrir a una “argumentación de segundo orden” que someta a
discusión los conceptos básicos y los supuestos teóricos. Esto no debería
sorprender a los profesionales de la filosofía, pues la actividad filosófica
misma es, en cierto modo, una argumentación de este tipo. Las estrategias de
esta argumentación de segundo orden aplicada a estos
casos podrían ser las siguientes:
-Presentar contraejemplos que obliguen a
revisar las tesis fundamentales de estas posturas. Por ejemplo, al
maniqueísmo del feminismo radical se pueden presentar casos donde la violencia
doméstica puede ser originada por las mujeres y no sólo por los varones; al
anarquismo liberal, se puede argumentar que los capitalistas pueden desear la
protección estatal para controlar o eliminar la competencia. Esta estrategia
por sí misma es insuficiente, pues los ejemplos no pueden ser generalizados,
por lo que tendrá que apoyarse en las siguientes.
-Cuestionar las definiciones de las
nociones básicas y proposiciones fundamentales. A lo largo
del análisis de estas posturas he presentado ya algunos ejemplos. En este
sentido, podría ensayarse un ejercicio mayéutico en
el que los participantes hagan patentes sus creencias y revisen las razones que
tienen para sostenerlas. La reducción al absurdo puede ser un procedimiento
recomendable para casos en los que aparecen enunciados autorreferenciales, como
el relativismo o el pancratismo.
-Elegir el estilo retórico adecuado. Un
discurso directo y agresivo durante la discusión puede resultar
contraproducente, ya que puede reforzar la postura de algún participante (“¿Ya
ves? ¡Eres un necio racionalista burgués!”). Lo adecuado sería emplear
argumentos hipotéticos que sutilmente conduzcan al interlocutor examinar sus
propias creencias. Iniciar la discusión aseverando que la postura en contra es
dogmática o insostenible es predisponer a la contraparte, que lo considerará
como un ataque. Sostengo que esta estrategia debe ser, de hecho, obligatoria.
Como vemos,
estas estrategias podrían ser de utilidad en caso de que se emprenda una
discusión crítica en estas circunstancias. No obstante, hay que considerar otra
clase de factores que pueden incidir en el proceso argumentativo. Como sabemos
por la psicología cognitiva, las creencias pueden estar fundadas no en razones,
sino en motivaciones psicológicas, lo que torna más difícil el intentar la
persuasión racional. Por tal motivo, es menester tomar en cuenta si estas
motivaciones llevan al sujeto a adoptar posturas como el maniqueísmo o el pancratismo, por lo que convendría identificar los sesgos
cognitivos que puedan intervenir. Enseguida presentaré algunos ejemplos,
aclarando que el listado de sesgos cognitivos que afectan los procesos
argumentativos es aún mayor:
a) Sesgo de
confirmación. Los sujetos tienden sistemáticamente a seleccionar la información
acorde con sus creencias, descartando datos que la refuten (Nickerson,
1998). Esto podría explicar la negativa a argumentar o aferrarse a una
determinada postura, pese a estar poco fundamentada.
b) Efecto de
petardeo (Backfire effect). Al
ser cuestionadas sus creencias en una discusión, el sujeto se ve obligado a
racionalizarlas, dando como resultado que el sujeto se aferre aún más a ellas (Nyhan y Reifler, 2010). Por ende,
no necesariamente la persuasión racional será el resultado esperado de una
discusión crítica.
c) Pensamiento
desiderativo (Wishful thinking).
Una motivación fuerte para adoptar creencias no es que sean verdaderas, sino
que es deseable que sean verdaderas —por ejemplo, [22] la adhesión a ciertas
ideologías políticas puede estar motivada por el tipo de sociedad futura que
prometen. En estos casos, la persuasión racional en tanto objetivo de la
argumentación puede no lograrse, pues se estará lidiando con los deseos del
sujeto.
Cabe
aclarar que la presencia de estos sesgos no es algo privativo de posturas como
el relativismo, maniqueísmo, etc.; siendo factores de orden psicológico, pueden
presentarse en cualquier ámbito (la filosofía, la ciencia, el arte, la
política, etc.). Incluso los lógicos, lingüistas y teóricos de la argumentación
no estamos vacunados contra sesgos cognitivos. Como sea, es preciso distinguir
los mecanismos de defensa generados por ciertas posturas y los sesgos
cognitivos que intervienen en los procesos de razonamiento del sujeto, que
suelen combinarse en la práctica argumentativa. Lo importante es hacernos
conscientes de que esta combinación puede provocar resultados desastrosos.
Lo
anterior nos hace considerar seriamente la primera opción: evitar la discusión.
Mas prefiero dejar abierta la cuestión y limitarme a
presentar algunos factores a considerar para las posibles soluciones. En todo
caso, mi sugerencia es que para efectuar una discusión crítica ante
determinadas posturas, es menester tomar en cuenta la disposición de las partes
a argumentar, el contexto adecuado y el estilo retórico óptimo para realizarla.
[23]
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[1] Esto ha sido
puesto de relieve por Popper cuando afirma lo siguiente:
“Los marxistas revolucionarios o los neomarxistas afirman (…), que la discusión
nunca es ‘objetiva’; o sea, que antes de entablar una discusión con alguien, es
preciso saber que comparte la posición marxista revolucionaria frente a la
sociedad (…).” Por ello, dice Popper: “los antiintelectuales fascistas y los
marxistas revolucionarios coinciden en que no se puede ni se debe discutir con
un adversario. Ambos rehúsan la discusión crítica” (Popper et al, 1976: 51).
[2] Algunas objeciones respecto a que la ciencia
ha excluido deliberadamente a las mujeres pueden hallarse en Cronin (2005;
2007).
[3] En especial, suele darse el empleo de la
variante conocida como “envenenamiento del pozo”, en la que se profieren
ciertos términos que poseen una carga peyorativa según el sistema de valores de
la contraparte (para el izquierdista, términos como “capitalista”, “burgués”,
“colonialista”, etc.; para el derechista, términos como “comunista”,
“revoltoso”, etc.).
[4] “Desde luego, si uno se sitúa en el nivel de una proposición, en el
interior de un discurso, la separación entre lo verdadero y lo falso no es ni
arbitraria, ni modificable, ni institucional, ni violenta. Pero si uno se sitúa
en otra escala, si se plantea la cuestión de saber cuál ha sido y cuál es
constantemente, a través de nuestros discursos, esa voluntad de verdad que ha
atravesado tantos siglos nuestra historia (…) es entonces, quizá, cuando se ve
dibujarse un sistema de exclusión (sistema histórico, modificable,
institucionalmente coactivo)” (Foucault, 2002:19). A decir verdad, no se aclara
mucho la distinción entre las dos escalas, pero al menos indica que el autor
reconocía que el valor cognitivo de las proposiciones no se reducía a la
cuestión del poder.
[5] C2 podría considerarse un ejemplo de esto
último, en tanto que Rorty no ataca directamente las
objeciones contra el relativismo, sino que intenta mostrar el trasfondo que
subyace a éstas, a fin de mostrarlas como inaceptables.