Obstáculos comunes en la argumentación filosófica.

Common obstacles in philosophic argumentation

Luis Enrique Ortiz Gutiérrez

luiseo@yahoo.com

Universidad de Guadalajara

Departamento de Filosofía

Guadalajara, México

Fecha de recepción: 28-11-16

Fecha de aceptación: 19-12-16

 

 

Ortiz Gutiérrez, L. E. (2017). Obstáculos comunes en la argumentación filosófica.

Quadripartita Ratio: Revista de Retórica y Argumentación, 2(3), 10-23. ISSN: 2448-6485

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Resumen: La filosofía se ha caracterizado históricamente como un examen de los fundamentos de las creencias, lo que supone el análisis de conceptos y argumentos. Por ello, la argumentación es imprescindible para la actividad filosófica. No obstante, existen ciertas posturas al interior de la filosofía cuyos enunciados teóricos inhiben de cierta forma la discusión crítica. La adopción de estas posturas lleva, entonces, a una situación en la que se dificulta la confrontación de las ideas. El objetivo del presente escrito es exponer algunas de estas posturas para mostrar de qué forma obstaculizan la argumentación.

Palabras clave: Filosofía, argumentación, obstáculos, intercambio intelectual, falacias.

Abstract: Philosophy has historically been characterized as an examination of the foundations of beliefs, which implies an analysis of concepts and arguments. For this reason, argumentation is essential for philosophical activity. Nevertheless, there are certain positions within philosophy whose theoretical statements inhibit critical discussion to some extent. Adopting such positions leads then to a situation in which the confrontation of ideas becomes difficult. This paper aims to examine some of these positions to show how they hinder philosophical argumentation.

Keywords: Philosophy, argumentation, obstacles, intellectual exchange, fallacies.

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Filosofía y argumentación

Desde sus inicios, la filosofía ha destacado como una actividad de análisis y reflexión sobre asuntos fundamentales del mundo y la vida humana. A diferencia de otras disciplinas, la filosofía evita recurrir a la tradición, la doxa o autoridades incuestionables para fundar sus postulados; antes bien, somete a escrutinio aquellas afirmaciones que apelan a estas fuentes. Los diálogos platónicos y el Discurso del Método de Descartes son textos ejemplares de este espíritu crítico de la actividad filosófica.

En oposición a la tradición, la opinión popular, etc., la evaluación de las creencias y la fundamentación de las posturas mediante razones son elementos clave de la reflexión filosófica, como lo señala con claridad Luis Villoro:

Cada quien debe examinar por sí mismo los fundamentos de sus creencias. Por eso la transmisión de una verdad filosófica es lo contrario del adoctrinamiento. No consiste en comunicar opiniones, sino en hacer ver las razones en que se funda una creencia, de tal modo que el otro sólo hará suya esa creencia si los fundamentos en que se basa se imponen a su propio entendimiento. Comunicar una verdad filosófica consiste en abrir la mente ajena para que vea, por sí misma, las razones en que se funda (Villoro, 2007: 124).


Si, en general, argumentar “es intentar persuadir a alguien de algo por medio de razones” (Marraud, 2013: 11), pareciera, entonces, que la argumentación es esencial para la filosofía. No obstante, esto ha sido cuestionado e incluso rechazado por algunas corrientes filosóficas. Ya sea de forma explícita o implícita, muchos filósofos han considerado que la lógica, la dialéctica o ciertos principios básicos de la argumentación —como las nociones de verdad o racionalidad— no son realmente necesarios para la actividad filosófica.

Históricamente, la filosofía se ha caracterizado por ser un conjunto muy heterogéneo de corrientes y teorías, que han mantenido constantes discusiones entre sí. Mas no es asunto de preocupación que las diferencias de opinión representen una constante histórica; antes bien, quizá sea una de las virtudes de la disciplina. Lo preocupante más bien es que determinadas posturas nieguen la posibilidad de efectuar un intercambio intelectual que pretenda reducir diferencias de opinión, o en otras palabras, que rechacen la argumentación.

La pretensión del presente escrito es abordar algunos obstáculos que se presentan en la argumentación filosófica, como parte de un proyecto más amplio cuyo objetivo sería realizar un diagnóstico de los problemas generales de la argumentación en filosofía. Mi interés, en particular, es mostrar cómo ciertas posturas de algunas tradiciones o doctrinas filosóficas afectan el proceso argumentativo. Debo aclarar que no me interesan sólo los obstáculos que vician este proceso —por ejemplo, falacias, infracciones dialécticas, técnicas erísticas— generados por estas posturas, sino particularmente aquellos obstáculos que inhiben la argumentación en tanto discusión crítica.

La elección de este tema en concreto responde a mi propia profesión como docente en el pregrado y posgrado en Filosofía. Los obstáculos que presentaré a continuación, los he detectado a partir de mi labor en el aula, la lectura de textos de diversos autores y escuelas, charlas con estudiantes y colegas, participación en foros de Internet, entre otras experiencias. He de admitir que no presento un diagnóstico empíricamente sustentado con datos estadísticos; algo que, sin duda, queda pendiente como una labor necesaria. Es más bien una aproximación intuitiva, por lo que mi interés es mostrar simplemente algunos obstáculos que probablemente puedan hallarse en diferentes contextos en los que se [12] estudia y enseña filosofía, sean o no institucionales. Las posturas que analizaré pueden presentarse también en otros ámbitos, como las ciencias sociales y las humanidades en general. Aunque el análisis está limitado a la filosofía, es posible que algunas consideraciones aquí presentadas sean de utilidad para el diagnóstico de los problemas argumentales en esos ámbitos. El posible valor de lo que aquí presento tal vez sea aportar un pequeño avance para un proyecto más general de análisis de posturas en filosofía y otras disciplinas.

La estructura de la exposición es la siguiente: primero, presentaré un modelo propuesto por Jean Piaget que permite la detección y examen de los obstáculos argumentativos; en segundo lugar, revisaré algunas posturas filosóficas que generan estos obstáculos; y finalmente, formularé la cuestión relativa a cómo abordar estos problemas.

Las condiciones básicas para el intercambio intelectual y la argumentación

Para rastrear los problemas argumentales, es preciso considerar, en primera instancia, algunos elementos fundamentales del proceso argumentativo. Para efectos del estudio, partiré de la siguiente definición de argumentación:

La argumentación es una actividad verbal, social y racional que apunta a convencer a un crítico razonable de la aceptabilidad de un punto de vista adelantando una constelación de una o más proposiciones para justificar este punto de vista (Van Eemeren, Grootendorst y Henkemans, 2002: 17).

Como se puede apreciar, la definición de Van Eemeren et al presenta tres rasgos distintivos principales, que caracterizan la argumentación como: a) actividad verbal, b) actividad social y c) actividad racional. Tal caracterización goza de cierto consenso entre los teóricos de la argumentación, pues generalmente se concibe que ésta no se halla reducida a la dimensión lógica, considerando de igual importancia la pragmática comunicativa: argumentar, pues, es argumentar para otro. De ahí que se considere que el análisis lógico deba complementarse con la dialéctica y la retórica.

Aunque las teorías argumentativas han alcanzado ya un “rico estado”, en opinión de Van Eemeren (2015: 84), parece estar todavía un poco lejana una “Síntesis Moderna” —semejante a la de la biología evolutiva— que integre estas dimensiones de análisis en un modelo unitario. No obstante, la identificación de los múltiples factores que inciden en el proceso argumentativo ya es un paso decisivo, y por lo pronto, ha servido exitosamente para el análisis y evaluación de argumentos.

Ahora bien, parte de la labor de identificación consiste en establecer los principios normativos que permiten que el proceso argumentativo pueda efectuarse. Podemos distinguir al respecto dos clases de principios normativos: a) las normas que regulan el proceso, cuya observancia es necesaria para que la argumentación se conduzca adecuadamente; y b) los requisitos o condiciones iniciales, que posibilitan la realización misma de la argumentación. Son estos requisitos los que me interesan en especial; aunque también se considerarán los del primer tipo, como veremos. El modelo que presento a continuación, tomado de la psicología cognitiva, puede ser de gran utilidad para dar cuenta de estos requisitos y para rastrear ciertos problemas argumentales.

De acuerdo con Piaget (1983), un intercambio intelectual es un proceso regulado en que los participantes comparten proposiciones entre sí. En este proceso, el participante x emite una proposición r(x) a su interlocutor x’, quien puede aceptar o rechazar el valor de la proposición de x, lo que designaremos como s(x’); tal acuerdo o desacuerdo de x’ puede conservarse o no en el curso de los intercambios subsecuentes, es decir: t(x’). A su vez, x conservará para los futuros intercambios también el valor de r(x) que es afirmado o negado en s(x’), teniendo así v(x).  El esquema del intercambio sería así:

 Para x:

r(x) -> s(x’) -> t(x’) -> v(x)

Cuando sea el turno de habla de x’, el esquema sería:

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r(x’) -> s(x) -> t(x) -> v(x’)

Como señala Piaget, “cada una de estas secuencias señala, por lo tanto, los valores atribuidos sucesivamente a las proposiciones enunciadas por los participantes x y x’” (1983: 105). Un aspecto importante señalado por el psicólogo suizo es que los valores virtuales v y t obligan a los participantes a reconocer mutuamente los valores de las proposiciones que han proferido y a mantener sus acuerdos o desacuerdos. Así, x podrá apelar a v(x) en caso de que x’ haya cambiado de opinión respecto del acuerdo inicial en s(x’).

Ahora bien, para que el intercambio pueda llegar al equilibrio, se requieren ciertas reglas de agrupamiento de proposiciones, que según Piaget (1983: 106), no serían diferentes de las de la lógica formal. El equilibrio, en este sentido, supone tres condiciones básicas, a saber:

1)   Una escala común de valores intelectuales: Tanto x como x’ deben poseer una escala de valores compartida, que supone un código lingüístico común (por ejemplo, la lengua), un sistema de nociones definidas —x y x’ pueden coincidir o diferir parcialmente en la definiciones de los términos empleados, pero debe disponerse de alguna clave que permita la traducción de los términos de uno en el sistema del otro— y un conjunto de proposiciones fundamentales que incluyan estas nociones, admitidas por ambos convencionalmente y a las que pueden apelar durante el intercambio.

2)   La conservación del valor de las proposiciones en juego, lo que supone un mutuo acuerdo sobre la veracidad de las proposiciones y la obligatoriedad de las partes a reconocer la constancia de este valor durante los intercambios.

3)   La reciprocidad del pensamiento entre las partes, en el que x puede invocar el valor de las proposiciones previamente admitidas por x’, y viceversa. Esto establece una igualdad de condiciones entre los participantes, ya que cada participante puede recordarle al otro el compromiso asumido de aceptar el valor de las proposiciones previamente acordado. La reciprocidad supone que una parte reconoce el punto de vista de su contraparte, y viceversa.

En suma, el equilibrio supone tres condiciones: escala común de valores, conservación y reciprocidad. Piaget aclara que estas condiciones se darían en una clase particular de intercambios en los cuales los individuos exponen abiertamente sus puntos de vista, reconocen el punto de vista de sus interlocutores y asumen recíprocamente obligaciones. Tal clase sería la cooperación, fundada en la ejecución de operaciones lógicas por varios sujetos en la comunicación:

El estado de equilibrio, tal como queda definido por las tres condiciones precedentes, está pues subordinado a una situación social de cooperación autónoma, fundada en la igualdad y la reciprocidad de los participantes, y separada simultáneamente de la anomia característica del egocentrismo y de la heteronomía característica del constreñimiento (Piaget, 1983: 108).

En el caso del egocentrismo intelectual, la ausencia de una escala común y reciprocidad resultará en que: 1) no habría una escala de valores común, pues “los participantes emplean las palabras en sentidos diferentes, o se refieren implícitamente a imágenes o símbolos individuales, a significaciones privadas” (Piaget, 1983a: 186); 2) al no haber compromiso mutuo, no hay conservación del valor de las proposiciones empleadas entre los participantes, lo que puede derivar en contradicciones; y 3) la falta de reciprocidad origina que una de las partes considere su punto de vista como el único posible, lo que impide la cooperación.

En el caso del constreñimiento (sea por la tradición o por la autoridad), encontramos también una situación de desequilibrio o “falso equilibrio”:

1)   La escala de valores es impuesta por una de las partes, obligando a la aceptación de un conjunto de proposiciones a la otra parte.

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2)   La conservación de las proposiciones se basa no en el compromiso mutuo contraído por los participantes, sino al constreñimiento ejercido por una de las partes.

3)   No hay reciprocidad, en la medida en que las obligaciones se fincan en un solo sentido, y no entre ambas partes.

Piaget sólo considera el egocentrismo intelectual y el constreñimiento como factores que impiden el equilibrio en los intercambios. Como veremos, existen otros factores que bien pueden incluirse en los anteriores, o bien factores de otra índole, pero que igualmente conducen al desequilibrio.

Antes de entrar en esta cuestión, es preciso realizar algunas precisiones. Hay que destacar que la argumentación, tal como es definida por la teoría pragmadialéctica, representaría un caso particular de los intercambios intelectuales, a saber, cuando existe desacuerdo. En mi opinión, la pragmadialéctica presenta el modelo teórico para el análisis y evaluación de estos intercambios intelectuales, estableciendo las reglas lógicas y pragmáticas que permitirían resolver las diferencias de opinión. Claro está, el modelo de Piaget posee sus limitantes, ya que está centrado en los aspectos lógicos del intercambio y únicamente considera algunos aspectos dialécticos (por ejemplo, la obligación de los participantes a conservar las proposiciones y reconocer los puntos de vista ajenos). De ahí que podrían ser complementarios ambos modelos.

En este tenor, también es importante puntualizar que la presencia de un desacuerdo no es causa de desequilibrio, pues puede existir un desacuerdo y llevarse a cabo el intercambio de forma equilibrada, siempre y cuando se den las tres condiciones. El esquema de un desacuerdo sería el siguiente:

1)   x enuncia r(x).

2)   x’ enuncia s(x’), donde considera que r(x) es falso.

3)   x’ enuncia las razones a, b, c, de donde se sigue que r(x’) es falso.

4)   x’ conserva s(x’), con lo cual se tiene t(x’).

5)   x puede o no conservar r(x), con lo cual se puede tener o no v(x).

En caso de que x acepte s(x’) dadas las razones (a,b,c) aducidas por x’, con lo cual no llega a v(x), en este escenario, se puede decir que x ha sido persuadido por x’. De no ser el caso, el desacuerdo continúa. Pero para que el intercambio se efectúe de forma equilibrada, es menester que, pese al desacuerdo ante r(x), ambos posean ciertos conceptos comunes o definidos de forma más o menos homogénea, y que se supongan ciertas proposiciones fundamentales como verdaderas, etc. Por ello, no habrá equilibrio si en un intercambio argumentativo una de las partes cambia el sentido de algunas expresiones —como sería el caso de las falacias de ambigüedad— o renuncia a la obligación de conservación, lo que podría llevarlo a contradicciones y violar normas dialécticas. Igualmente, un síntoma de falta de reciprocidad es el empleo del ad hominem circunstancial: “Te falta experiencia para que entiendas lo que te estoy planteando” —lo que permite a una de las partes presentar su punto de vista unilateralmente y evadir ciertos compromisos en el intercambio.

Como señalé antes, este modelo presenta sus límites, pero resulta útil para analizar algunos obstáculos que comúnmente se presentan en la argumentación en filosofía. En especial, el incumplimiento de primer requisito, la escala común de valores, es uno de los factores más frecuentes que generan problemas argumentativos en este campo, como veremos enseguida.

Obstáculos comunes en la argumentación filosófica.

Por las razones que presenté al inicio, el listado de posibles obstáculos que inhiban el proceso argumentativo no es exhaustivo. Reitero que mi interés es mostrar algunas posturas filosóficas cuyos enunciados afirman o implican, de diversos modos, que no es posible argumentar o vician el proceso en caso de efectuarse. Dadas las limitaciones del modelo que he tomado, es posible que haya dejado de considerar otras posiciones. Pero creo que el análisis que comparto podría dar claridad sobre algunos [15] problemas generales al interior de la argumentación filosófica.

I. Relativismo.

Es preciso aclarar que no toda variante del relativismo anula la posibilidad de argumentar (Glock, 2012: 293ss). En específico, me refiero a las variantes que consideran que la verdad y la validez depende totalmente del contexto, siendo imposible la traducción de un contexto a otro. Este tipo de relativismo puede adquirir las formas de subjetivismo —cuando la verdad es relativa al sujeto— o relativismo cultural —cuando la verdad es relativa al contexto cultural.

En estas posturas, se dificulta la posibilidad de acordar una escala de valores: los conceptos sólo pueden definirse para un sujeto o un contexto, y no hay manera de establecer proposiciones fundamentales en común, ya que no habría modo de concordar acerca de los valores de verdad, algo que las propias tesis del relativismo radical declara imposible. Por tal motivo, podemos constatar que el subjetivismo presenta semejanzas con el egocentrismo, para el que las expresiones y enunciados sólo pueden tener significaciones privadas. Al no cumplirse la primera condición, la reciprocidad y la conservación tampoco podrán conseguirse: no podrá haber acuerdos sobre proposiciones ni, en consecuencia, lograr intercambios equilibrados, pues cualquier objeción podrá ser anulada al considerar que las proposiciones de la contraparte son verdaderas sólo para ésta (“Está bien lo que dices, pero ésa es tu verdad”).

En cuanto al relativismo cultural, no sólo plantea la dificultad de hallar significados comunes, sino que puede ir directamente contra el procedimiento racional, que es la base de la argumentación. Así lo expresa el filósofo Gianni Vattimo:

C1

(…) la razón es sólo la forma en la cual se argumenta en un determinado horizonte cultural. Los bantúes tienen una razón. Nosotros tenemos nuestra razón. Tenemos instrumentos que “corresponden” a la realidad sólo en cuanto técnicamente eficaces, pero desde luego no la reflejan por aquello que es (Vattimo, 2009: 37).

El autor italiano considera, en pocas palabras, que la racionalidad varía según el contexto cultural. De ser así, se imposibilitaría el proceso argumentativo entre sujetos pertenecientes a distintos contextos. Aunque la formas en que se argumenta pueden tener variaciones —algunas de ellas debidas a convenciones culturales—, existen normas independientes de estos contextos, como las normas lógicas. Aunque Vattimo nos mostrara algún grupo étnico que admitiera las contradicciones en sus intercambios verbales, la existencia de tal etnia no cuestionaría la validez del principio de contradicción, pues el valor de una norma no depende de su observancia en la práctica.

Lo principal es que si la argumentación es totalmente dependiente del “horizonte cultural”, no sólo se presenta la dificultad de acordar una escala de valores, sino que ni siquiera podrían establecerse principios básicos de racionalidad (por ejemplo, las normas lógicas). No habría manera de entablar una discusión crítica entre individuos de distintas culturas.

Desde luego, estas formas de relativismo son epistemológicamente insostenibles, y desde el Teeteto de Platón se encuentra la clásica objeción, que consiste en mostrar que su tesis fundamental constituye un enunciado autorreferencial, que puede fácilmente reducirse al absurdo: la proposición “la verdad es relativa a un contexto dado” exclusivamente podría afirmarse dentro de un contexto dado, lo que genera el problema de por qué el relativista lo afirma fuera de éste. Si el relativista replica que esta proposición es la excepción a la regla, admitiría que al menos esta proposición es verdadera en todo contexto; dicho de otro modo, reconocería que hay una verdad absoluta: la de su propia tesis (Putnam, 1981: 121 y ss.). Si no reconoce lo anterior, carece de sentido siquiera que la comunique, pues sólo vale para su propio contexto.

Desde luego, el relativista puede hallar múltiples formas de salir al paso a las objeciones. La siguiente cita de Rorty ilustra muy bien una de estas formas:

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C2

La invocación ritual de la “necesidad de evitar el relativismo” puede entenderse mejor como expresión de la necesidad de mantener ciertos hábitos de la vida europea contemporánea. Éstos son los hábitos alimentados por la Ilustración, y justificados por ésta en términos de apelación a la Razón, concebida como capacidad humana transcultural de correspondencia con la realidad, una facultad cuya posesión y uso vienen demostrados por la obediencia a criterios explícitos (Rorty, 1996: 48-49).

Aquí, el filósofo norteamericano presenta la resistencia al relativismo como un síntoma de los hábitos occidentales —lo que supone que la misma resistencia es un producto cultural—, con lo cual evade totalmente las objeciones lógicas y epistemológicas contra esta postura. En cierto modo, para la defensa del relativismo cultural, Rorty apela al propio relativismo cultural. Mas la cuestión central —la justificación del relativismo— es pasada totalmente por alto.

Pero si el relativismo epistémico resulta problemático, más lo es el relativismo moral. Piénsese en las implicaciones de adoptar esta postura ante problemas de ética aplicada, por ejemplo, los dilemas morales que exigen una deliberación. ¿Cómo lograr el consenso para determinar la mejor elección en términos éticos? Si los participantes poseen su propios puntos de vista, siendo intraducibles entre sí, la deliberación sería simplemente imposible.

II. Maniqueísmo filosófico.

Una manera fácil y sencilla de entender el mundo es caracterizarlo en tonos simples de blanco y negro. Algunas producciones culturales, como las cintas de acción o las telenovelas, presentan las tramas en esos términos, y así resulta fácil identificar los roles de los personajes, sus rasgos de personalidad y sus cualidades morales: los héroes, las heroínas, los villanos, etc. De forma análoga, el maniqueísmo filosófico (el nombre es tomado de cultos religiosos de la Antigüedad) presenta una perspectiva en la cual los conceptos, las creencias y las otras corrientes filosóficas son agrupadas en dos conjuntos antagónicos, A y B, a los cuales se les atribuyen valoraciones positivas y negativas, siendo A positivo y B negativo.  El filósofo maniqueo tenderá a configurar su Weltanschauung de acuerdo con esta dicotomía. Un rasgo importante, aunque quizá no obligatorio en toda postura maniquea, es que se exige al sujeto un “toma de posición”: el sujeto debe aceptar y defender todo lo relativo a A y demonizar todo lo perteneciente a B[1].

El ejemplo más claro de esta postura filosófica es el marxismo ortodoxo, que reducía la historia de la filosofía a la lucha entre dos bandos: el materialismo (conjunto A) y el idealismo (conjunto B); e incluso dentro del materialismo, se exigía un posicionamiento por el “materialismo dialéctico” frente al “materialismo mecanicista” (cf. Afanasiev, 1978). Aunque esa variante del marxismo prácticamente desapareció con el Muro de Berlín, perspectivas similares podemos hallar en algunas corrientes contemporáneas, como el feminismo radical (“Todo es culpa del sistema heteropatriarcal”), el libertarismo o anarquismo liberal (“Todo es culpa del Estado”), algunas corrientes de la filosofía latinoamericana (“Todo es culpa del pensamiento colonialista occidental”), entre otras. Aquí una muestra:

C3

La expulsión de las mujeres en la ciencia (como en las otras construcciones culturales humanas) tiene un doble resultado: impedir nuestra participación en las comunidades epistémicas que construyen y legitiman el conocimiento, y expulsar las cualidades consideradas “femeninas” de tal construcción y legitimación, e incluso considerarlas como obstáculos. No sólo las mujeres, por cierto, han quedado fuera de estas comunidades. Muchas masculinidades subalternizadas por una subjetividad hegemónica también fueron expulsadas (no hay más que [17] pensar en varones indígenas y afrodescendientes para comprobarlo).

Así, el conocimiento que se erige como principal logro humano y como visión universal y objetiva del mundo, expresa el punto de vista que las feministas llamamos “androcéntrico”: el del varón adulto, blanco, propietario, capaz. Las propias instituciones que estos varones crean, legitiman y justifican la falta de condiciones indispensables del resto de los sujetos para participar en ellas: nos niegan racionalidad, capacidad lógica, abstracción, universalización, objetividad, y nos atribuyen condiciones a las que les restan cualquier valor epistémico: subjetividad, sensibilidad, singularidad, narratividad.

Así, es difícil ver la relación entre las mujeres y la ciencia de otro modo que como una conjunción forzada de dos categorías definidas históricamente (por el pensamiento patriarcal) para no unirse. La construcción cultural de la ciencia hace de ella una empresa con ciertas características determinadas, que superpuestas a la construcción social de los géneros dan el resultado bastante obvio de que se trata de una empresa masculina (….) (Maffia, 2007).

En este pasaje, la autora presenta dos argumentos: el primero pretende mostrar que el conocimiento pretendidamente universal y objetivo de la ciencia es en realidad “androcéntrico”, partiendo de la premisa de que tanto las mujeres (y también los varones que no son blancos ni occidentales) como las cualidades “femeninas” han sido objeto de exclusión de las comunidades epistémicas. Esto, a su vez, sirve como apoyo al segundo argumento, que pretende justificar el punto de vista de que el “pensamiento patriarcal” ha vuelto incompatible el vínculo de las mujeres con la ciencia, por lo cual la ciencia sería exclusivamente masculina. Al margen de si las premisas del argumento son verdaderas[2], el maniqueísmo se pone de relieve al presentar una serie de valores antagónicos vinculados a los dos géneros (que la autora atribuye a las instituciones “patriarcales”): la objetividad y la racionalidad del lado de lo masculino, la subjetividad y la emotividad del lado de lo femenino. A partir de esta dicotomía, la autora puede llegar a tales conclusiones, lo cual es de suma importancia, pues revela uno de los aspectos más problemáticos de esta clase de posturas.

Dado que en el maniqueísmo se excluyen alternativas a los dos conjuntos antagónicos, no se concibe la posibilidad de intersección entre éstos, o no se aprecian las dificultades de valorar en términos simples de positivo o negativo, el maniqueísmo incurre en un falso dilema. Los fenómenos sociales, los acontecimientos históricos y las acciones humanas en general presentan un cierto nivel de complejidad que dificulta reducirlas a una dicotomía tan elemental. En principio, entre el blanco y el negro existen múltiples tonalidades de gris.

En términos argumentativos, el maniqueísmo filosófico nos lleva a una situación similar al constreñimiento, en tanto la escala de valores es establecida unilateralmente por una de las partes y obliga a su aceptación a la contraparte. Puesto que para el maniqueísmo filosófico hay únicamente dos posiciones antagónicas (tertium non datur) y se exige una toma de posición por la “positiva”, se cierra definitivamente la posibilidad de una discusión crítica, ya que el participante maniqueo no estaría dispuesto a someter a debate su postura. Podría decirse que el dogmatismo que adquirió el marxismo ortodoxo no es casual, y podría ser el caso también de otras posturas maniqueas.

Pero en caso de darse la discusión, esta postura genera sus propios mecanismos de defensa frente a las objeciones, sosteniendo que el punto de vista de la contraparte forma parte del conjunto B, y por ende, su posición queda descalificada (“Difieres de mí porque eres un idealista burgués, falócrata machista, positivista eurocéntrico”, etc.). No es de sorprenderse que el recurso al ad hominem sea usual en estas discusiones[3].

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III. Pancratismo.

Se ha extendido una cierta tendencia, siguiendo los trabajos tardíos de Michel Foucault, de considerar que las pretensiones de verdad en el conocimiento enmascaran mecanismos de poder; en el extremo, se llega a considerar que detrás  de cualquier fenómeno se halla el poder, por lo cual denominaremos a esta postura como “pancratismo” (del griego παν: “todo”, y κράτος: “poder”, “dominio”). Aunque no ha sido una tendencia dominante, sí tiene cierta presencia en filosofía y otras disciplinas, por lo cual merece atención.

De acuerdo con Foucault, la “voluntad de verdad” forma parte de los sistemas de exclusión de la sociedad, dado que está ligada a las instituciones, que determinan cómo aplicar el saber. De ahí, pues, afirma el autor: “creo que esta voluntad de verdad apoyada en una base y una distribución institucional, tiende a ejercer sobre los otros discursos (…) una especie de presión y de poder de coacción” (Foucault, 2002: 22). Aunque el filósofo parece haber matizado un poco su planteamiento[4], sus seguidores lo han tomado al pie de la letra, y por tal motivo, el análisis que planteo se refiere a esa versión popularizada, y es a la que me refiero como pancratismo.

Tal versión incurre en un error epistemológico al confundir el valor cognitivo del conocimiento con su uso o aplicación en la sociedad: una proposición puede ser verdadera o falsa al margen de su posible uso para justificar ciertas prácticas sociales. Así, los enunciados de la física nuclear son verdaderos independientemente de sus controversiales aplicaciones bélicas; por otro lado, la homeopatía puede ser útil como placebo, mas no se sigue que sus bases teóricas sean ciertas.

Hay que percatarnos también del uso equívoco del término “exclusión”, que en un sentido puede emplearse para designar que en el conocimiento se distinguen los enunciados verdaderos  de los falsos (o las creencias justificadas de las que no lo están), y en otro, designa la práctica social de discriminar a los individuos. Partiendo de este equívoco, el pancratismo concibe que los procedimientos de evaluación del conocimiento no serían distintos de las prácticas sociopolíticas de discriminación de individuos. Ciertamente, la corroboración o falsación de enunciados son esencialmente prácticas —que pueden ser institucionales o no—, pero ello no significa que sean de la misma naturaleza que las prácticas políticas.

En el proceso argumentativo, enfrentamos una situación semejante al relativismo, dado que el pancratista puede negarse a acordar una escala común de valores, pues desde su perspectiva, establecer definiciones convencionales y consensar sobre ciertas proposiciones básicas sería “normalizar” (otro sinónimo de opresión).  Puede incluso cuestionar el proceso argumentativo también como instrumento de “normalización”. Si para él la propia pretensión de verdad es en el fondo ejercer poder, no podrían cumplirse los requisitos mínimos para entablar una discusión crítica. De este modo, la postura se vuelve incontrovertible.

Lo anterior se evidencia en sus mecanismos de defensa. El pancratismo recurre a una fórmula —también invocada en el maniqueísmo filosófico— que sirve como réplica universal, y básicamente afirma lo siguiente: “x es en el fondo y”, donde los valores de x e y designarán lo que es considerado como negativo: “La verdad es en el fondo poder”, “La objetividad es en el fondo una construcción narrativa”, “La filosofía europea es en el fondo una ideología colonialista”, “Los valores estéticos femeninos son en el fondo una imposición machista”, etc. Si bien es cierto que los textos o actos de habla pueden comunicar algo diferente a lo expresado o admitir múltiples lecturas, se reconoce que no todo enunciado o discurso posee un significado oculto.

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El problema de estos planteamientos es que suponen que sí. Entonces, el pancratista puede recurrir a la fórmula durante la discusión para desarmar a su oponente (“Lo que dices es en el fondo un discurso de poder”), lo que condicionará a éste en sus posibles réplicas que igualmente podrán ser interpretadas como significando algo oculto[5]. Por ello, el intercambio estará desequilibrado.

La contraparte, no obstante, puede responder que esta forma de argumentar es autorreferencial, por ejemplo, con la metaproposición “La proposición ‘La verdad es en el fondo poder’ es en el fondo poder”, para aplicar una reducción al absurdo. O puede cuestionar al pancratista acerca del valor cognitivo de los enunciados bajo la fórmula “x es en el fondo y”, esto es, si tales enunciados describen algo acerca del mundo. Si el pancratista responde negativamente, entonces la fórmula resulta ser una expresión hueca; si su respuesta es afirmativa, estaría admitiendo que hay enunciados descriptivos que no expresan significados ocultos. Pero siempre podrá utilizar la fórmula para defenderse —señalando, por ejemplo, que el problema de la autorreferencialidad no afecta su postura, considerando que tal problema pertenece a una tradición que es en el fondo un mecanismo de poder—, lo que deja la posibilidad abierta de viciar la discusión.

En todo caso, nos hallamos frente a una perspectiva inmune a la crítica. No es exagerado decir que estaríamos nuevamente frente a un dogmatismo.

Hay otras posturas que también pueden obstaculizar la discusión crítica, pero dada la escasa difusión que han tenido o porque presentan problemas muy semejantes a las de las posturas ya expuestas, sólo las mencionaré brevemente.

El escepticismo radical —me refiero con ello a las doctrinas de Pirrón, Sexto Empírico o Montaigne— presenta los mismos problemas de autorreferencialidad e incomunicabilidad del relativismo contextualista. Pero debido a que pocos pensadores se han inclinado por esta postura, no me parece que merezca un análisis más detallado.

He hallado un conjunto de posturas que sostienen que, frente a la tradición filosófica occidental, existen “formas alternativas” de filosofar. Tratándose de posturas heterogéneas, resulta difícil caracterizarlas en su generalidad. Algunas incurren en los errores antes mencionados; por ejemplo, buena parte de estas posturas se pueden ubicar como relativistas, por lo que comparten los mismos problemas epistemológicos.

En otros casos, se establece que la “forma alternativa” propuesta es superior a la filosofía tradicional: tal es el caso de la metafísica de Bergson, que supone que la “intuición vital” representa un medio de conocer superior a la inteligencia, que nos permite captar “el devenir” del Cosmos. Sin embargo, dada la caducidad del bergsonismo y su confinamiento al ambiente intelectual francés, no he considerado tratarlo a fondo. Pero podemos señalar un aspecto importante de esta clase de “filosofías alternativas”: suponen que para alcanzar ciertos conocimientos es menester lograr un determinado estado vivencial o espiritual, inaccesible para el pensamiento racional. Las dificultades para la argumentación son claras, pues desecha en principio el aspecto racional. Ante la crítica, la réplica usual de los promotores de “lo alternativo” es que el sujeto debe ubicarse en esos estados especiales para poder juzgar la postura. De ahí que sea común que en estas discusiones se recurra a la falacia de alegato especial: “No entiendes porque no lo has vivenciado” o “Comprenderás lo que te digo cuando le entres a los hongos”. Pero pocos filósofos han planteado esto, y más bien su lugar está en el misticismo o las seudofilosofías de la Nueva Era.

Pero también se puede localizar la inclinación por “filosofías alternativas” en perspectivas que pretenden reivindicar los regionalismos culturales, como se muestra en el siguiente pasaje:

C4

Muchas enseñanzas implícitas en los lenguajes no científicos deberían enriquecer nuestra propia capacidad para generar pensamiento nuevo. [20] Lenguajes que, como el literario y el plástico, dan cuenta de las realidades con una capacidad de síntesis y de sugerencias que muchas veces la ciencia no tiene.

Lenguajes como éstos son fundamentales para desatar el deseo de moverse por la historia, que, a veces, el conocimiento no contiene. Se puede encontrar allí una forma de liberación de los encuadres del razonamiento científico que lo presionan hacia formas de razonamiento ahistóricas, y, en consecuencia, reduccionistas. Liberarse de parámetros para reubicarse frente a la realidad y mirarla, en el sentido de lo que se señalaba, para recuperar ese concepto clásico olvidado: la necesidad de recuperar la exigencia de mirar la realidad antes de volcarse a su explicación. (Zemelman, 2000: 32).

En este pasaje, la propuesta de un “pensamiento nuevo” se basa en un falso dilema, en el que se contraponen los “lenguajes” literarios y plásticos a la ciencia (peor aún, la absurda oposición entre explicar y “mirar la realidad”). Lo importante es que, a diferencia del relativismo cultural, aquí se exaltan estas formas alternativas como conocimientos de tipo superior. Dado que se parte de una dicotomía falaz, que obliga a adoptar una cierta escala de valores, se ve difícil que se pueda entablar un intercambio argumentativo equilibrado.

En resumen, las posturas que hemos revisado no satisfacen las condiciones básicas  (en especial, la escala común de valores) para un intercambio intelectual de tipo argumentativo. Debido a ciertas tesis que proponen, explícita o implícitamente, la práctica argumentativa es inhibida o viciada en caso de efectuarse, lo pone en una situación similar a la anomia o la heteronomía.

Algunos podrán replicar que el hecho de que un intercambio argumentativo pueda viciarse no depende necesariamente de las posturas en sí, sino de los proponentes. Esta objeción es válida, pues hay que considerar el grado de aceptación o incluso apego que pueda tener un proponente a estas posturas. Adler (2009) ha mostrado cómo las creencias pueden llevar a los individuos a rechazar argumentos a pesar de su contundencia. No obstante, lo que he intentado mostrar es que, al margen del apego del sujeto hacia ciertas creencias y su impacto en el proceso argumentativo, los enunciados mismos de estas posturas pueden obstaculizar el proceso, y en cierto modo, generar estas resistencias en los sujetos. Esto nos lleva al problema que considero más fuerte: si es posible y si se debe entrar en discusión con los proponentes de estas posturas.

¿Qué hacer frente a estos obstáculos?

Para concluir, consideremos la siguiente pregunta: ante las posturas previamente revisadas, ¿hay que efectuar o evitar la discusión crítica? No creo que tenga una respuesta simple, en principio. Por ello, más bien presentaré algunas posibilidades y ciertos problemas a tomar en consideración. Partamos de dos escenarios posibles: efectuar o evitar la discusión crítica. Esto nos lleva a dos opciones (con sus respectivos argumentos):

1)   Dado que no se cumplen las condiciones del intercambio intelectual, lo adecuado es evitar la discusión.

2)   Dado que la actividad filosófica posee un espíritu crítico que lleva a cuestionar dogmas, conceptos oscuros y supuestos dudosos, lo adecuado es efectuar la discusión.

Podrían haber más escenarios y opciones a considerar, pero de momento sólo alcanzo a concebir éstos. Procederé, en primer lugar, a analizar la segunda opción, que está en consonancia con cierta concepción de la filosofía —la cual comparto— en la que se enfatiza el examen y valoración de las creencias socialmente establecidas, expresada claramente por el filósofo e historiador Isaiah Berlin:

…si los presupuestos no se examinan y se dejan al garete, las sociedades corren en el riesgo de osificarse; las creencias, endurecerse y convertirse en dogmas; distorsionarse la imaginación, y tornarse estéril el intelecto. Las sociedades pueden decaer a resultas de dormirse en el mullido lecho de dogmas incontrovertidos (Berlin, 2008: 18).

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Si lo anterior aplica a las creencias en general, con mayor razón aplica a las filosóficas. En consecuencia, si consideramos que la argumentación en tanto discusión crítica es el medio más adecuado para analizar y evaluar las creencias, no debería haber impedimento alguno para someter a análisis y evaluación posturas como las que hemos revisado anteriormente. En todo caso, quizás haya que buscar las estrategias más adecuadas para llevarlo a cabo. A continuación presentaré algunas propuestas.

Puesto que muchos de los problemas surgen ante la falta de una escala común de valores —y en cierto modo, la conservación y la reciprocidad dependen de ésta—, se tendrá que recurrir a una “argumentación de segundo orden” que someta a discusión los conceptos básicos y los supuestos teóricos. Esto no debería sorprender a los profesionales de la filosofía, pues la actividad filosófica misma es, en cierto modo, una argumentación de este tipo. Las estrategias de esta argumentación de segundo orden aplicada a estos casos podrían ser las siguientes:

-Presentar contraejemplos que obliguen a revisar las tesis fundamentales de estas posturas. Por ejemplo, al maniqueísmo del feminismo radical se pueden presentar casos donde la violencia doméstica puede ser originada por las mujeres y no sólo por los varones; al anarquismo liberal, se puede argumentar que los capitalistas pueden desear la protección estatal para controlar o eliminar la competencia. Esta estrategia por sí misma es insuficiente, pues los ejemplos no pueden ser generalizados, por lo que tendrá que apoyarse en las siguientes.

-Cuestionar las definiciones de las nociones básicas y proposiciones fundamentales. A lo largo del análisis de estas posturas he presentado ya algunos ejemplos. En este sentido, podría ensayarse un ejercicio mayéutico en el que los participantes hagan patentes sus creencias y revisen las razones que tienen para sostenerlas. La reducción al absurdo puede ser un procedimiento recomendable para casos en los que aparecen enunciados autorreferenciales, como el relativismo o el pancratismo.

-Elegir el estilo retórico adecuado. Un discurso directo y agresivo durante la discusión puede resultar contraproducente, ya que puede reforzar la postura de algún participante (“¿Ya ves? ¡Eres un necio racionalista burgués!”). Lo adecuado sería emplear argumentos hipotéticos que sutilmente conduzcan al interlocutor examinar sus propias creencias. Iniciar la discusión aseverando que la postura en contra es dogmática o insostenible es predisponer a la contraparte, que lo considerará como un ataque. Sostengo que esta estrategia debe ser, de hecho, obligatoria.

Como vemos, estas estrategias podrían ser de utilidad en caso de que se emprenda una discusión crítica en estas circunstancias. No obstante, hay que considerar otra clase de factores que pueden incidir en el proceso argumentativo. Como sabemos por la psicología cognitiva, las creencias pueden estar fundadas no en razones, sino en motivaciones psicológicas, lo que torna más difícil el intentar la persuasión racional. Por tal motivo, es menester tomar en cuenta si estas motivaciones llevan al sujeto a adoptar posturas como el maniqueísmo o el pancratismo, por lo que convendría identificar los sesgos cognitivos que puedan intervenir. Enseguida presentaré algunos ejemplos, aclarando que el listado de sesgos cognitivos que afectan los procesos argumentativos es aún mayor:

a)   Sesgo de confirmación. Los sujetos tienden sistemáticamente a seleccionar la información acorde con sus creencias, descartando datos que la refuten (Nickerson, 1998). Esto podría explicar la negativa a argumentar o aferrarse a una determinada postura, pese a estar poco fundamentada.

b)   Efecto de petardeo (Backfire effect). Al ser cuestionadas sus creencias en una discusión, el sujeto se ve obligado a racionalizarlas, dando como resultado que el sujeto se aferre aún más a ellas (Nyhan y Reifler, 2010). Por ende, no necesariamente la persuasión racional será el resultado esperado de una discusión crítica.

c)   Pensamiento desiderativo (Wishful thinking). Una motivación fuerte para adoptar creencias no es que sean verdaderas, sino que es deseable que sean verdaderas —por ejemplo, [22] la adhesión a ciertas ideologías políticas puede estar motivada por el tipo de sociedad futura que prometen. En estos casos, la persuasión racional en tanto objetivo de la argumentación puede no lograrse, pues se estará lidiando con los deseos del sujeto.

Cabe aclarar que la presencia de estos sesgos no es algo privativo de posturas como el relativismo, maniqueísmo, etc.; siendo factores de orden psicológico, pueden presentarse en cualquier ámbito (la filosofía, la ciencia, el arte, la política, etc.). Incluso los lógicos, lingüistas y teóricos de la argumentación no estamos vacunados contra sesgos cognitivos. Como sea, es preciso distinguir los mecanismos de defensa generados por ciertas posturas y los sesgos cognitivos que intervienen en los procesos de razonamiento del sujeto, que suelen combinarse en la práctica argumentativa. Lo importante es hacernos conscientes de que esta combinación puede provocar resultados desastrosos.

Lo anterior nos hace considerar seriamente la primera opción: evitar la discusión. Mas prefiero dejar abierta la cuestión y limitarme a presentar algunos factores a considerar para las posibles soluciones. En todo caso, mi sugerencia es que para efectuar una discusión crítica ante determinadas posturas, es menester tomar en cuenta la disposición de las partes a argumentar, el contexto adecuado y el estilo retórico óptimo para realizarla.


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Bibliografía

  1. Adler, J. (2009). Resisting the Force of Argument. The Journal of Philosophy, 106(6), 339-364.

  2. Afanasiev, V. (1978). Fundamentos de Filosofía. México: Editores Mexicanos Unidos.

  3. Cronin, H. (2005). “The Vital Statistics”. The Guardian, recuperado de: https://www.theguardian.com/ world/2005/mar/12/gender.comment

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  10. Nyhan, B. y J. Reifler (2010). When Correction fails: The Persistence of Poltical Misperceptions. Political Behavior, 32(2), 303-330 (New York: Springer).

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  18. Van Eemeren, F. H., R. Grootendorst y F. S. Henkemans (2002). Argumentación. Análisis. Evaluación. Presentación. Buenos Aires: Editorial Biblos.

  19. Vattimo, G., M. Onfray y P. F. D’Arcais (2009). ¿Ateos o creyentes? Conversaciones sobre filosofía, política, ética y ciencia. Barcelona: Paidós.

  20. Villoro, L. (2007). El concepto de ideología y otros ensayos. México: Fondo de Cultura Económica.

  21. Zemelman, H. (2000). Problemas antropológicos y utópicos del conocimiento. México: El Colegio de México.



[1] Esto ha sido puesto de relieve por Popper cuando afirma lo siguiente: “Los marxistas revolucionarios o los neomarxistas afirman (…), que la discusión nunca es ‘objetiva’; o sea, que antes de entablar una discusión con alguien, es preciso saber que comparte la posición marxista revolucionaria frente a la sociedad (…).” Por ello, dice Popper: “los antiintelectuales fascistas y los marxistas revolucionarios coinciden en que no se puede ni se debe discutir con un adversario. Ambos rehúsan la discusión crítica” (Popper et al, 1976: 51).

[2] Algunas objeciones respecto a que la ciencia ha excluido deliberadamente a las mujeres pueden hallarse en Cronin (2005; 2007).

[3] En especial, suele darse el empleo de la variante conocida como “envenenamiento del pozo”, en la que se profieren ciertos términos que poseen una carga peyorativa según el sistema de valores de la contraparte (para el izquierdista, términos como “capitalista”, “burgués”, “colonialista”, etc.; para el derechista, términos como “comunista”, “revoltoso”, etc.).

[4] “Desde luego, si uno se sitúa en el nivel de una proposición, en el interior de un discurso, la separación entre lo verdadero y lo falso no es ni arbitraria, ni modificable, ni institucional, ni violenta. Pero si uno se sitúa en otra escala, si se plantea la cuestión de saber cuál ha sido y cuál es constantemente, a través de nuestros discursos, esa voluntad de verdad que ha atravesado tantos siglos nuestra historia (…) es entonces, quizá, cuando se ve dibujarse un sistema de exclusión (sistema histórico, modificable, institucionalmente coactivo)” (Foucault, 2002:19). A decir verdad, no se aclara mucho la distinción entre las dos escalas, pero al menos indica que el autor reconocía que el valor cognitivo de las proposiciones no se reducía a la cuestión del poder.

[5] C2 podría considerarse un ejemplo de esto último, en tanto que Rorty no ataca directamente las objeciones contra el relativismo, sino que intenta mostrar el trasfondo que subyace a éstas, a fin de mostrarlas como inaceptables.