La argumentación en filosofía: una modesta propuesta
tipológica
Argumentation
in philosophy: A modest typological proposal
Fernando Leal Carretero
ferlec@hotmail.com
Universidad de
Guadalajara
Departamento de
Estudios en Educación
Guadalajara,
México
Fecha de recepción: 12-12-16
Fecha de aceptación: 24-12-16
Leal Carretero, F.
(2017). La argumentación en filosofía: una modesta propuesta tipológica.
Quadripartita Ratio: Revista de Retórica y Argumentación, 2(3), 35-53. ISSN: 2448-6485
[35]
Resumen: El propósito
inmediato de este trabajo es distinguir y describir los tipos de argumentación
con que nos topamos en los textos filosóficos. Semejante tipología, si bien
provisional y sujeta a discusión, debe al menos ser clara y sencilla. Tras
ubicar la argumentación dentro de la filosofía teórica (como distinta de la
filosofía práctica), comenzamos distinguiendo entre argumentos filosóficos
directos y argumentos filosóficos indirectos; luego subdividimos los indirectos
en históricos y metodológicos (o metafilosóficos), y
los directos en puros e impuros (o si se quiere: transfilosóficos).
Los cuatro tipos (que no clases ni géneros o especies) se ilustran con
ejemplos. La tipología propuesta podría tener utilidad tanto en metafilosofía como en pedagogía. El principal uso metafilosófico estribaría en mostrar que todos los
filósofos, por más divisiones que se inventen para separar y anatematizar, y
por más apariencias en contrario que se produzcan por ciertas veleidades
estilísticas, tienen en común el argumentar constantemente, aunque de formas
diversas. El principal uso pedagógico sería el de enseñar mejor a los
estudiantes de filosofía a argumentar según distintas modalidades.
Palabras clave:
argumentación, argumento filosófico, tipología, metafilosofía.
Abstract: The immediate goal of this essay is to distinguish and describe the types of argumentation we meet in philosophical texts. Such a typology can only be provisional and controversial; but, in order to allow for discussion and revision, it should be simple and clear. After locating argumentation as part of theoretical philosophy (as different from practical philosophy), we therefore start by distinguishing between direct and indirect philosophical arguments; then we divide indirect arguments into historical and methodological (or metaphilosophical), and direct arguments into pure and impure (or perhaps: transphilosophical). The emerging four types (neither classes nor genera or species) are briefly illustrated. The proposed typology could have both metaphilosophical and pedagogical uses. The main metaphilosophical use would be to demonstrate that all philosophers—no matter how many attempts at discrimination and anathema are made against each other, and in spite of contrary appearances produced by stylistic mannerisms—share one common, pervasive and persistent feature: many-splendored argumentation. The main pedagogical use is better to teach students of philosophy how to argue in different modalities.
Keywords: argumentation, philosophical argument, typology, metaphilosophy
[36]
En este trabajo sostengo la
tesis de que existen exactamente cuatro tipos de argumento filosófico,
perfectamente distintos entre sí y todos igualmente importantes[1]. En vez de tipos, podría yo hablar de clases o de géneros. Elijo aquella palabra en lugar de estas otras dos porque
los varios modos de argumentar que encontramos en los textos filosóficos nunca
o rara vez aparecen de modo puro. Antes al contrario, se combinan y traslapan
una y otra vez y de diversas maneras. Es verdad que el discurso de las clases y
los géneros ha cambiado mucho desde Boole (1847) y
Darwin (1859), y todo mundo dice no creer ni en las esencias ni en las
definiciones por género próximo y diferencia específica; los viejos fantasmas
existen, nos acosan y pueden confundirnos. Hablar de tipos es, por ello, una simple —aunque espero que eficaz— medida
preventiva.
“¿Y para qué
diablos serviría —preguntará el lector— semejante tipología?” Es una pregunta
legítima; y lo único que acierto a responder es que en los últimos cuatro
siglos se han venido anunciando divisiones, brechas y hasta abismos entre los
filósofos, que creo podrían ser iluminadas desde esta tipología. Esas
divisiones anunciadas son, en particular, cuatro; y quisiera describirlas
aunque sea brevemente. La primera es la que pregonaron, cada uno a su manera, Bacon y Descartes en los albores de la filosofía moderna.
Alegaron ellos que la lógica de los medievales de plano no servía para buscar la
verdad, y propusieron substituirla con algo así como una “lógica” distinta para
la filosofía[2]. Un siglo y
medio después, a fines del siglo XVIII, empieza a tomar su forma definitiva la
nueva historia crítica (filológica) de la filosofía a fines del siglo XVIII, y
en ese trance Kant declara, por cierto en un lugar muy visible de su obra (los
célebres Prolegómenos), que su
proyecto va dirigido exclusivamente para aquellos estudiosos (jóvenes o viejos,
neófitos o expertos) que quieren aprender a filosofar y no se contentan con la
historia de la filosofía ni confunden a esta con la filosofía misma[3]. Otro siglo
y medio después, aparecen, casi en paralelo, uno en Cambridge y el otro en
Oxford, los primeros esfuerzos de una filosofía del lenguaje que se desinteresa
de la nueva lógica formal y busca analizar con minucia cómo hablamos, no ya en
la ciencia, sino en la vida cotidiana. Ante ambas empresas se levantan las
voces airadas de Russell y Popper, alegando que la
filosofía debe ocuparse de las cosas y no de las palabras. Y ya muy cerca de
nosotros, casi ayer diríamos, se plantea por unos la división, por otros —más
optimistas— la cercana o eventual convergencia, entre filósofos analíticos y
filósofos continentales.
[37]
Pues
bien: mi idea es que esas distinciones y divisiones son un síntoma de que los
filósofos no argumentan siempre del mismo modo. Tal vez una tipología, empresa
en sí misma modesta, y modestísima en el caso de la que aquí se ofrece, pudiera
ayudarnos a poner orden en la casa. En el peor de los casos, acaso podría al
menos servir para que los estudiantes de hoy día se orienten mejor en la
diversidad de los textos y aprendan a reconocer que los filósofos, todos ellos,
de una manera u otra, se la pasan argumentando.
1. Un par de distinciones previas
No he llegado a la tipología
que voy a presentar aquí de un día para otro, ni espero siquiera que la forma
en que ahora la presento sea definitiva. Vea el amable lector este trabajo como
work in progress,
aunque nada me gustaría más que ese mismo lector dejase la amabilidad de lado y
me atacase sin misericordia, pues así tal vez podría esta tipología mejorarse.
Comienzo primero por una constatación que confío se me conceda sin demasiados
reparos. Quienes lanzaron al mundo esa peculiar tradición a la que llamamos,
con nombre griego, filosofía —y por
ignaro no digo nada sobre otras tradiciones que podríamos llamar filosóficas a
pesar de haber surgido en otros lugares y circunstancias—, distinguieron muy
pronto entre dos variantes de ella, a las que adjetivaron, también en griego,
de teórica y práctica. La filosofía teórica tenía que ver con el pensamiento,
con el discurso, con las palabras, con las ideas, con las argumentaciones; la
filosofía práctica tenía que ver con las acciones, con las obras, con la
conducta, con la vida misma. La ética y la moral, por ejemplo, no eran como
para nosotros ejercicios intelectuales, sino prácticas vitales, un modo de
vivir (Hadot, 2002). Obras son amores y no buenas razones. No que los antiguos no
reconociesen la parte que en las cuestiones éticas juegan las palabras, las
ideas y los argumentos; pero la conclusión de todo ello era o debía ser un
cierto modo de vivir, actuar y comportarse[4]. Ese es el
sentido de la idea de silogismo práctico, sobre la que muchos filósofos
contemporáneos han vertido tanta tinta intelectual, sin darse cuenta en la
mayoría de los casos de la enorme distancia vital entre sus piruetas analíticas
—por demás admirables sin duda en su terreno propio— y la idea original de
Aristóteles. Aquí lo único que nos interesa constatar es que, cuando hablamos
de argumentación en filosofía, pensamos en la filosofía teórica. Dios nos libre
de que, tras tanto argumentar, ahora resulte que tenemos que vivir de acuerdo
con las conclusiones de nuestros argumentos (Hadot,
2002: 333-342; Chase, Clark y McGhee, 2013)[5].
Ahora bien: entre los antiguos
y nosotros pasaron muchos siglos en los que se ha filosofado y se sigue
filosofando en clave teórica bajo el supuesto de que tal filosofar es una sola
cosa, un fenómeno unitario y [38] homogéneo, y en particular un fenómeno
argumentativo. El filósofo teórico es en principio y a fin de cuentas un
argumentador. O al menos se había procedido como
si en materia de filosofía no hubiera otra cosa que argumentar; pero esto
cambió con el surgimiento de la nueva historia de la filosofía como disciplina
filológica. Tal disciplina comienza a surgir en tiempos de Kant, quien la mira
con suma suspicacia. Pues bien: ese fruto extraordinario del historicismo
alemán que es la historia filológica de la filosofía nos llevó a reconocer que
el fenómeno histórico que llamamos filosofía no es un fenómeno exclusivamente
argumentativo, sino que contiene una parte, momento o elemento al que el genio
de la lengua alemana dio un nombre que las demás lenguas europeas han tomado
prestado: Weltanschauung,
un compuesto nominal que a veces glosamos en español como “visión del mundo”,
“visión de la vida”, “cosmovisión”, o como decía el maestro José Gaos (1973): “idea del mundo”.
No voy ahora a entrar en los
detalles de cómo se realizó ese descubrimiento ni qué hicieron los autores
alemanes que comenzaron a trabajar con él. Sería una tarea ingente. En lugar de
emprenderla, me limito a mencionar dos testimonios posteriores al
descubrimiento en los cuales se ha ya revelado y pulido el punto central que
dicho descubrimiento hizo posible. En un artículo sobre el arte de filosofar
cita el filósofo alemán Leonard Nelson (1918) una frase de Gauss según la cual
el matemático encuentra primero su teorema y sólo después brega para
demostrarlo. Según Nelson algo análogo ocurre con el filósofo, quien primero
llega a su Weltanschauung
y sólo después brega para construir argumentos a su favor y repeler los
argumentos en contra. Poco más de medio siglo después, el filósofo
estadounidense Robert Paul Wolff en su enjundioso
intento por entender a John Rawls (1977) dice que en
la filosofía americana de su tiempo hay dos concepciones de cómo debe hacerse
filosofía y en qué consiste el valor de una posición filosófica dada. Para la
primera concepción lo que cuenta es lo “preciso, detallado y completo” con que
se elaboren los argumentos que ratifican tal posición; para la segunda en
cambio lo valioso es la “profundidad, penetración y fuerza” de esa posición.
Espero que el lector me conceda que esto segundo está asociado a lo que los
viejos historicistas alemanes llamaron Weltanschauung. Nelson y Wolff,
aunque separados en tiempo y espacio, representan bien el legado consistente en
una valiosa distinción de dos momentos muy diferentes de la filosofía teórica:
la visión del mundo por un lado y la argumentación por el otro[6]. La pregunta
entonces es: ¿cómo se relacionan estos dos momentos?
Los dos autores que recién he
citado, por lo demás muy diversos entre sí, coinciden en optar ambos por lo que
se antoja ser la solución más fácil y obvia: la argumentación estaría al
servicio de la visión del mundo. Dicho de otra manera, acaso más brutal: de lo
que cada vez se trata en filosofía es de demostrar (en algún sentido de esta
palabra) que tal visión del mundo es correcta (en algún sentido de esta
palabra). No quiero entrar por ahora en los zarzales y berenjenales contenidos
entre los paréntesis de la última oración. Aceptemos por mor del argumento que
la relación entre visión del mundo y argumentación es la susodicha.
Hay, sin embargo, un problema
que debemos enfrentar enseguida, un problema al que alude Jay
Rosenberg en su pedagógicamente tan meritorio manual
de argumentación filosófica (1996). Los estudiantes, nos dice, se quejan a
menudo de que las disputas en filosofía suelen girar en torno a ideas menores y
no a “las grandes preguntas”; pero, trata de explicar, estas últimas son tan
grandes y tan generales que no se ve cómo podría uno discutir sobre ellas
directamente. Lo único que podemos es discutir sea sus presupuestos o sus
consecuencias, siendo unas y otros naturalmente ideas menores (Rosenberg, 1996: 46). Las disputas filosóficas se parecen
más a escaramuzas, si se quiere a una guerra de guerrillas, antes que a un
encuentro frontal entre dos ejércitos. [39] Aunque Rosenberg
no utiliza la terminología historicista alemana, es claro que esos ejércitos
serían las visiones del mundo y las escaramuzas no otra cosa que los argumentos
particulares. El hecho duro e insoslayable, concluye Rosenberg,
es que “las visiones filosóficas sistemáticas tienen un alcance abrumador” y es
imposible “sobreestimar la magnitud de la tarea consistente en unir tesis sobre
el conocimiento, la existencia, la verdad, el pensamiento, el lenguaje, la
acción y los valores” para producir “un paquete filosófico coherente” (1996:
47)[7].
En las escaramuzas sobre esta
o aquella proposición, este o aquel argumento, es fácil perder de vista que lo
que está en juego es mucho más grande: un edificio intelectual del que no todo
filósofo está completamente consciente, pero del que saca recursos para
defender cualquier posición parcial que emana del edificio. De allí la
sensación de una serie interminable de sutilezas y distinciones que a veces
exaspera a propios como a ajenos: eso que alemanes e anglosajones llaman
“cortar el cabello cada vez más fino” (Haarspalterei, hair splitting). Si se prefiere cambiar la imagen, una
visión del mundo es como la serpiente Hidra, que generaba dos cabezas por cada
una que le cortaran. Habrá quien diga también que algunas visiones del mundo se
asemejan también a la hidra por tener un aliento venenoso que contamina y
corrompe lo que toca; y puede que no le falte razón. Pero el punto es que,
hasta donde la argumentación esté al servicio de una visión del mundo, lo está
de esa manera indirecta en que esta última produce inacabables defensas de sí
misma, pero siempre en lo tocante a puntos parciales y derivados, nunca en su
núcleo duro, que acaso en último término sea un ineffabile, si no es que incluso
una especie de mysterium tremendum.
Y con esto
podemos pasar a la tipología.
2. Argumentos directos
Antes que nada, creo que
conviene distinguir entre argumentos filosóficos directos e indirectos. Con
esta terminología aludo al hecho de que, cuando argumentamos, algunas veces lo
que pretendemos es concluir que cierta tesis filosófica es verdadera (por
ejemplo, que el ser humano puede actuar con libertad) y para ello empleamos
premisas que son igualmente tesis filosóficas afirmadas como verdaderas como
parte de nuestra argumentación (por ejemplo, que algunas acciones humanas son
legítimamente sancionables). En cambio, otras veces parece como si pusiésemos
entre paréntesis o en suspenso la verdad o falsedad de las tesis filosóficas de
las que estamos hablando, y solamente argumentamos a favor o en contra de una
tesis de segundo orden (por ejemplo, que el filósofo Fulano está tratando de
probar que el ser humano puede —o no puede— actuar con libertad, o bien que es
posible —o imposible— probar tal cosa).
Enseguida volveré sobre la
diferencia que se anuncia en estos dos ejemplos que he dado. Por lo pronto,
está claro que las tesis y argumentos que así se generen los podemos llamar
tesis y argumentos de segundo orden. Por mí de hecho hasta se podría ir más
lejos y decir que por paridad de razonamiento se podrían en principio postular
tesis y argumentos filosóficos de tercero, cuarto y enésimo orden. No tengo en
este momento una idea clara de qué se podría ganar con eso, pero para mis
propósitos basta que se reconozca que hay argumentos de primer orden (es decir,
que son argumentos sobre alguna cuestión filosófica) y otros de orden superior.
Esta distinción equivale a la que propongo yo hacer aquí entre argumentos filosóficos
directos e indirectos.
Sin embargo, los argumentos
directos, que de ellos quiero hablar primero, son a su vez de dos tipos, a los
que llamaré puros e impuros. Este discurso de pureza se refiere a un hecho
histórico que me parece insoslayable. La filosofía no nace en el vacío; nace en
medio [40] de notables fenómenos culturales preexistentes, los cuales tienen
mayor prestigio, prevalencia y preeminencia que la filosofía[8]. La mayoría
de tales fenómenos son eminentemente prácticos, si bien algunos de ellos tienen
partes teóricas, en un sentido paralelo al que antes aplicamos a la filosofía.
Así, por ejemplo, la filosofía griega, a la que reconocemos como la forma
original de eso que llamamos filosofía, nace en medio de una cierta religión,
una cierta poesía, música, pintura, escultura, arquitectura, deporte, política,
arte militar, tecnología, comercio, administración, derecho, mántica, retórica, historiografía, medicina, matemáticas. Y
no cuesta demasiado trabajo reconocer el hecho de que los primeros filósofos se
definen frente a —y ocasionalmente en oposición a— estos fenómenos, sea a uno,
a varios o a todos según el filósofo del caso. Lo curioso es que parte de lo
que la filosofía quiere decir y argumentar como su quehacer propio resulta ser,
por decirlo así, un sitio ocupado por otra u otras fuerzas culturales. La
filosofía, repito, no discurre en el vacío. No lo hizo en la antigua Grecia, no
lo ha hecho desde entonces y no lo hace ahora. Sin embargo, puede, al menos por
momentos, cerrarse sobre sí misma e ignorar, o hacer como que ignora, ese plenum práctico y
teórico que en parte le precede (como en los casos antedichos), y que (aparte
de cuestiones de precedencia temporal) en todo caso es al menos parcialmente
independiente de la filosofía. Digo esto último porque ha ocurrido que alguno
de estos fenómenos culturales pierda fuerza, y hasta parece que se extinga, que
otro se transforme hasta hacerse casi irreconocible, e incluso que surjan
fenómenos nuevos (por ejemplo, la ciencia experimental).
Cuando la filosofía se cierra
sobre sí misma e ignora otras áreas del quehacer cultural humano con las que
comparte temas e intereses, entonces podemos decir que sus argumentos se
vuelven puros: la filosofía habla sola consigo misma. Sostengo que históricamente
esto es algo más bien raro, aunque existe. Los filósofos tienden, creo, a
hablar con las demás personas, aunque no fuera sino por el hecho de que tienen
que reconocer que, en punto a influencia e importancia, estas otras personas
les son superiores. Pero el caso es que algunos filósofos se cierran y parece
como si para ellos nadie más fuera digno de discurso (para parodiar un poco a Habermas) sino los demás filósofos[9]. De esta
manera, los argumentos filosóficos puros son un caso límite, una categoría residual,
pero no por ello del todo vacía. De hecho, tan poco vacía es que basta asomarse
a ciertas revistas filosóficas (como la actual Mind, para no mencionar sino una
de altísimo prestigio) para darse cuenta de que este tipo de argumento, al
menos en los tiempos que corren, goza de cabal salud.
Con todo, me atrevo a decir
que la mayoría de los filósofos han estado históricamente abiertos a las más
diversas corrientes y movimientos (insisto: tanto en el terreno práctico, que
de suyo pesa más, como en el teórico), a tenor de la influencia e importancia
que hayan tenido tales corrientes y movimientos en las diversas épocas. Para
muestra basta un botón: es prácticamente imposible encontrar un filósofo en la
Edad Media que no se sitúe y discurra de cara a la religión y la teología, como
que una y otra definían el periodo. No digo tampoco que sólo hablaran de ellas,
que sería falsísimo. Hablaron y escribieron los filósofos medievales también de
política, de guerras, de comercio, de jurisprudencia, de arte, de medicina, y
de muchas cosas más.
¿Qué tan firme es la línea que
separa y divide a los argumentos filosóficos directos en puros e impuros? Para
responder esta pregunta debemos preguntarnos qué se necesita para hablar y
discurrir de fenómenos culturales que preceden o en todo caso no dependen de la
filosofía. Mal hemos planteado la pregunta cuando entrevemos la respuesta: dado
un fenómeno cultural cualquiera (teología, matemáticas, derecho, ingeniería,
artes plásticas, o el que sea), se [41] puede hablar de él con conocimientos
más o menos amplios y profundos de lo que para ese fenómeno es relevante. Es
cuestión de grado. Los propios expertos en un campo lo son en mayor o menor
grado, o lo son mayor o menormente en una parte del campo que en otra. Otro
tanto vale de los filósofos que deciden incursionar en él. Hay filósofos que
fueron expertos reconocidos en tal o cual área cultural: Platón fue poeta,
Aristóteles biólogo, Cicerón político, Anselmo teólogo, Machiavelli
diplomático, Descartes matemático, Adam Smith economista, Diderot
novelista, Bentham jurisperito, Collingwood
arqueólogo, Simone Weil
obrera; y por mencionar alguno de los vivos, Roger Scruton
es compositor y Gerhard Roth es neurofisiólogo.
Los hay que, sin ser expertos en el sentido de los autores mencionados,
poseyeron o poseen conocimientos sólidos y de primera mano en tal o cual área[10]. Pero los
hay también que en el mejor de los casos manejan la terminología o los
simbolismos característicos de un campo práctico o teórico, sin que realmente
sean capaces de resolver algún problema serio de ese campo. Y no falta —me
duele un poco insistir— quienes hacen como si por fuera de la filosofía no
existiese nada de interés, por más que para un observador desapegado resulte
obvio que sobre los temas que ellos discurren hay personas y grupos que tienen
experiencias y conocimientos alta o altísimamente relevantes.
Mientras más ignorante de
algún campo extrafilosófico, teórico o práctico,
resulte ser un filósofo, tanto más puros serán sus
argumentos. La pureza, en este caso como en otros que ya se podrán imaginar
ustedes, no es necesariamente un mérito. Todo depende de lo que se ande
buscando y de si los métodos para conseguirlo son los apropiados. La
importancia de esto para la teoría de la argumentación es la siguiente. Los
filósofos me parecen contar con un arsenal bastante limitado de estrategias
argumentales estricta o específicamente filosóficas, y de hecho me atrevería a
decir que en todo rigor cuentan con una y sólo una: la distinción conceptual.
Es una herramienta que los filósofos han cultivado y pulido hasta el máximo y
que en las manos adecuadas y con la habilidad adecuada puede hacer maravillas.
Pero muchas veces se necesita de otros instrumentos, y entonces la pureza
demerita y el distinguo
del filósofo resulta poco fértil o sólo produce monstruos, como el sueño de
Goya[11].
Al revés, mientras más
conocedor y experto sea el filósofo en otra cosa que no sea la pura filosofía,
tanto más impuros sus argumentos, y eso significa tanta mayor variedad de
estrategias argumentales podrá añadir a la que ya tiene y usa como filósofo que
es, y por eso podrá atacar problemas que se resisten al manejo virtuoso de los
conceptos y sus diferencias. Y esto me lleva a otro terreno, en el que me temo
irritaré y tal vez heriré la sensibilidad de algunos oyentes. Más vale decirlo
de una vez: no sólo los filósofos hacen filosofía. La hacen los poetas, los
médicos, los políticos, los matemáticos, los científicos, los ingenieros, los
administradores, los educadores, los periodistas, los músicos y a fin de
cuentas todos los seres humanos en algún momento de sus vidas. Como quienes la
producen no profesan ser filósofos, propongo que llamemos “filosofía no
profesional” a toda su producción. Una parte probablemente pequeña de ella es ágrafa
y no deja huellas escritas, pero al menos unos pocos argumentos filosóficos sí
pueden encontrarse al interior de obras que están al alcance de quienes quieran
leerlas y estudiarlas. Los hay en Hipócrates, Tucídides,
Arquímedes, Salustio, Polibio,
Tertuliano, Dante, Cervantes, Sor Juana, Galileo, Lord Kames,
Lavoisier, Laplace, Karl von Savigny,
Pestalozzi, Jane Austen,
los hermanos Humboldt, Darwin, Claude Bernard, Pasteur, Pavlov,
Mach, Dostoevsky, Durkheim,
Pareto, Weber, Paul Klee, Sherrington, Einstein, Kelsen,
Paul Valéry, C.S. Lewis, Émile Benveniste, y tantos y
tantos otros personajes notables que nunca profesaron [42] la filosofía o
incluso la rechazaron y en algunos casos hasta se burlaron de ella. (No siempre
les faltaba razón.) Entre los vivos puedo nombrar a autores como Deirdre McCloskey, Talmy Givón y Lee Smolin, entre muchos
otros científicos que filosofan.
No siempre reconocemos la
filosofía presente en los textos de los autores mencionados, lo cual se debe
justamente a que se trata siempre o casi siempre de argumentaciones impuras, en
las que el instrumento característico del filósofo (la distinción conceptual)
se mezcla con los procedimientos característicos del campo que cultivan estos
filósofos no profesionales. Por no reconocerlas es que la historia de la
filosofía, tal como ella se suele hacer y enseñar, resulta algo tan curioso.
Todo pasa como si algunos personajes (la mayoría escritores, aunque hay alguno
que no lo fue, como Sócrates o Epicteto) estuvieran
dentro del canon y otros afuera, sin que nadie pueda justificar totalmente la
selección. De tanto en tanto surge la pregunta: ¿es Fulano de Tal filósofo o no
lo es? Se la ha planteado en un momento u otro respecto de Machiavelli,
Montaigne, Pascal, Voltaire, Nietzsche, Unamuno, Simone de Beauvoir. De hecho,
hasta hay quienes practican el deporte de excluir a tal o cual autor que no les
parece alcanzar esa dignidad.
Hay muchas más cosas en el
cielo y en la tierra, Horacio, de las que sueña tu filosofía. Así le decía
Hamlet a su amigo, y le decía bien. Lo sorprendente y que a mí al menos me
parece de suprema importancia es que hay mucha más filosofía en el cielo y en
la tierra de la que sueñan los filósofos puros. Y la dieta que servimos a
nuestros estudiantes ya mejoraría mucho si no fuera de buen tono hoy día
concentrarse casi exclusivamente en argumentos puros. Siempre me ha llamado la
atención que se haga leer, por ejemplo, el Discurso
del método como si no fuera lo que es: un mero prefacio autobiográfico a
una serie de ensayos que tratan de métodos algebraicos en geometría, de
cuestiones de óptica y de problemas de física terrestre. En cuanto a los
tratados biológicos, psicológicos o históricos de Aristóteles, hacemos casi
siempre como si no existieran. Y en la reciente publicación del Peirce esencial que han sacado los meritorios
editores de la edición cronológica de las obras del autor norteamericano, puede
verse que se elimina, como si fuera la peste, la única conjetura filológica que
justifica toda su propuesta de reforma a la crítica de textos de su época.
Muchos más ejemplos se podrían aducir de la mutilación textual que aflige las
obras de miembros innegables del canon más estricto de la historia de la
filosofía al uso. Ni hablar de que alguien vaya a usar, precisamente para enseñar
filosofía, algún texto de Shakespeare, de Jefferson, de Poincaré,
de Max Weber o de Oliver Sacks. Horror de horrores.
“Eso no es filosofía”, se dirá. Pues con perdón: sí que lo es. Y no solamente
es filosofía, sino que en no pocas ocasiones resulta ser mejor filosofía que la
de los filósofos puros.
Mi tesis es
que la mayoría de los filósofos que en el mundo han sido se han manchado las
manos, se han abierto al mundo ancho y ajeno a su derredor, y han trabajado las
más de las veces con argumentos impuros, es decir, mezclando alguna forma más o
menos sofisticada del método analítico característico de la filosofía con
estrategias argumentales tan variadas como son variados los asuntos que ocupan
a los seres humanos. Y no es este el último mérito que nos hace que los
admiremos. Afirmo también que, cuando alguien que no profesa la filosofía, sino
que paladinamente se declara médico, ingeniero, economista, sociólogo,
psicólogo, biólogo, químico, neurólogo, orador, comediógrafo, sacerdote,
jurista, educador, empresario, periodista, lingüista o geómetra, impelido por
preguntas que surgen de su particular quehacer se pone a filosofar, entonces lo
que produce merece nuestra atención, y lo ignoramos bajo nuestro propio riesgo.
3. Argumentos indirectos
Dije antes que los filósofos a
veces pensamos, razonamos y argumentamos tratando de probar o demostrar, en
algún sentido de estas palabras, que una determinada tesis es verdadera o
correcta, en algún sentido de estas palabras. Cuando eso hacemos, lo que
producimos es lo que he llamado argumentos directos. Producir argumentos
directos es una actividad más frecuente —me parece observar y ya me desmentirá
el lector— en la gente joven que se siente atraída a la profesión de filósofo.
Es gente ingenua, inocente, intrépida; para nada suspicaz; dice las cosas como
son, quiero decir: como piensa que son (lo [43] cual no es poca cosa). Lo
primero que sus maestros quitan a la gente joven, sin embargo, es esa
ingenuidad, esa inocencia, esa intrepidez; y lo primero que le inoculan es una
cierta suspicacia. La suspicacia toma dos formas. La primera es resueltamente
relativista: a la gente joven que acude a nuestras aulas le hacemos ver que,
con respecto a cualquier asunto filosófico, hay posiciones encontradas y que,
para repetir la sentencia ciceroniana, no hay postura suficientemente absurda
como para que carezca de algún filósofo que la defienda; a lo que habría que
añadir: y que la defienda bien. (Sin eso, lo que dice Cicerón no pasaría de una
calumnia.)
Pues bien, ¿qué es lo que hacemos
para inocularles esa tan necesaria suspicacia que debe ser parte de la
formación profesional de un filósofo? Hacemos exactamente dos cosas, y cada una
de ellas desemboca en un tipo de argumento indirecto.
Por un lado, les hacemos ver
el carácter histórico de la filosofía. Hay todavía por allí unos pocos
filósofos profesionales que creen, sea en la existencia de una filosofía eterna
(philosophia perennis),
sea en la posibilidad de una filosofía como ciencia estricta (Philosophie als strenge Wissenschaft). El
primero es un sueño de la Europa medieval latina; el segundo, uno de la Europa
teutónica clásica. Espero no engañarme al pensar que la inmensa mayoría de los
filósofos ya no soñamos ninguno de esos dos sueños, o como decía Husserl al
final de su carrera, los hemos terminado de soñar. De esa manera es como les
enseñamos a nuestros estudiantes que la filosofía es, por decirlo con la frase
de Kant, un campo de batalla donde las Weltanschauungen y los argumentos que las sustentan se
renuevan una y otra vez. Los pesimistas entre nosotros insisten en el déjà vu de unas y
otros, y ven a la historia como un eterno retorno de lo igual. Los optimistas
en cambio recalcan los aspectos novedosos, las nuevas técnicas de análisis, las
flamantes notaciones simbólicas, la invención constante de términos, imágenes,
frases.
Con todo, concurrimos todos o
al menos la mayoría en un punto crucial: más tarda un filósofo en proponer algo
que ya se presenta otro a rechazarlo. Hay sin duda filósofos que están de
acuerdo unos con otros, al menos en algunas partes de la doctrina; pero los
acuerdos son frágiles y tal vez nada más duran en la medida en que —y mientras—
un filósofo es, se concibe, define y declara como discípulo del otro[12]. Y el
acuerdo que hay se refiere mucho más frecuentemente a
la visión del mundo que a los detalles, por ejemplo, a los argumentos
particulares. Ante tal y tamaña variedad, la cual hacemos nuestro mejor
esfuerzo por poner delante de los jóvenes, los peores de entre ellos se vuelven
apologetas o doxógrafos: aquellos se cobijan a la
sombra de un Gran Pensador, a quien le rinden un culto otrora reservado a la
palabra de Dios, y sólo juran por la palabra del Maestro; estos convierten el
campo de batalla en una historieta de monitos, y las visiones del mundo en una
forma de chisme que va de lo sublime a lo ridículo[13]. En cuanto a
los mejores entre nuestros estudiantes, esos que siguen preocupados por saber,
hay que decir que ellos poco a poco pierden su inocencia y cada vez con menos
frecuencia y facilidad se lanzarán tras nuestras enseñanzas a defender, como
verdadera, tal o cual aseveración tajante. A costa de su inocencia y arrojo
ganan moderación, sabiduría y una cierta tristeza nostálgica. Sus argumentos
tienden ahora a volverse indirectos, es decir, a pasar por consideraciones de
historia, contexto, autor: quién dijo qué en qué momento con miras a qué
preguntas influenciado por quién tratando de persuadir a quién. Así tenemos el
primer subtipo de argumento indirecto en filosofía, al que llamaré “crítico” por
razones que explicaré enseguida[14].
Por otra parte, e
independientemente de la conciencia histórica que inoculemos a los jóvenes
aguerridos, tratamos también de enseñarlos a analizar y evaluar argumentos,
tanto los propios como los [44] ajenos, tanto los orales como los escritos.
Esta es la segunda forma de suspicacia que introducimos en los estudiantes de
filosofía. Pero he aquí que estos procedimientos de análisis y evaluación que
intentamos enseñarles son ellos mismos de naturaleza argumentativa. Por lo
tanto, se trata ahora de argumentos metodológicos, o como se ha venido a decir:
metafilosóficos. Este es el segundo subtipo de
argumento indirecto en filosofía. Dicho sea de paso, lo que llamamos “teoría de
la argumentación”, en la medida en que se aplique a la filosofía, consiste en
buena parte justamente de argumentaciones metafilosóficas.
Ahora bien: creo que la mejor
manera de comprender la peculiaridad de la argumentación metafilosófica
es contrastarla con la argumentación crítica. A esta la llamo así en un
esfuerzo por recobrar el sentido original de una palabra que ha pasado a
significar algo así como “manifestar el desacuerdo con alguien o el rechazo a
algo”. El oficio de crítico, en efecto, ha consistido desde antiguo —y por
fortuna sigue consistiendo en algunos lares— de tres operaciones. Esta división
de la crítica en sus tres operaciones es producto del análisis, ya que en
muchos casos van tan juntas que apenas podemos decir dónde termina una y
comienza la otra.
La primera operación crítica
consiste en fijar el texto, es decir,
establecer quién escribió qué (una poesía, un relato, un tratado, un discurso
fúnebre, una partitura, una carta, o lo que sea). Esta tarea es obviamente
tanto más difícil cuanto más lejos esté el texto que tenemos enfrente del que
su autor redactó. El crítico, que es un gran conocedor de todo lo que está
alrededor de la producción y transmisión de ese texto, puede examinarlo y
examinar otros muchos textos, y a partir de todo ese examen argumentar hasta
establecer el mejor texto posible dentro de las circunstancias históricas. La
conclusión de todos sus razonamientos es la edición crítica, que consiste en el
texto fijado, las variantes y modificaciones que el texto ha sufrido en el
camino hasta nosotros, y las razones para fijar uno y seleccionar las otras.
La segunda operación crítica
consiste en interpretar el texto.
¿Cuál texto? Tenemos dos casos. En el primer caso, el intérprete es el mismo
que ha fijado el texto y la operación de fijarlo no es independiente de la de
interpretarlo, ya que para hacer aquello debió hacer esto también. De hecho,
las dos cosas van juntas, y esa unión es probablemente el caso más claro de
círculo hermenéutico. En el segundo caso, el intérprete trabaja sobre un texto
que supone confiable, es decir, fijado antes y de manera competente por otro
experto. (Esto no es nunca el caso con las traducciones, ni siquiera con las
mejores. Noten ustedes cómo quien, sobre la base de una traducción, se lanza a
interpretar, lo que hace es interpretar la traducción, no el texto original; y
eso es así independientemente de la calidad de la traducción o la competencia
de su traductor.) En todo caso, si bien la operación de interpretar el texto es
parte de la interpretación de fijarlo, no son lo mismo. Cuando interpretamos el
texto estamos tratando de entender qué quiso decir quién cuando escribió tal o
cual. Podemos tratar de interpretar una palabra, una frase, una oración, un
párrafo, un capítulo, una obra entera, todas sus obras, o incluso ellas en
relación con otras de otros autores. Para hacerlo, se requieren conocimientos
vastos y variados. Sobre la base de ellos se construyen argumentos.
Finalmente, la tercera
operación crítica consiste en evaluar el
texto. Para evaluar un texto necesitamos de criterios, los cuales pueden
ser lógicos, éticos, estéticos, retóricos, políticos, jurídicos,
epistemológicos, metodológicos, o de algún otro tipo. De acuerdo con alguno o
algunos de tales criterios resulta que podemos evaluar el texto positiva o
negativamente; quiero decir que seleccionamos el criterio (de acuerdo con una
cierta argumentación que muestra que es el criterio apropiado) y luego lo
utilizamos como una de las premisas que nos permite concluir el poco o mucho
valor que tiene, de acuerdo con ese criterio, tal texto tal como lo hemos
interpretado. Noten ustedes cómo el uso vulgar del término se ha acortado y
achatado hasta referirse exclusivamente a la valoración negativa, casi siempre
utilizando un solo criterio. Noten también que para poder criticar algo tengo
primero que haberlo interpretado (es decir, haber argumentado que el autor
quiso decir tal o cual en vista de tales o cuales evidencias); e igualmente,
que para interpretarlo se debe haber fijado el texto (es decir, se debe haber
argumentado que el autor realmente escribió lo que suponemos que escribió).
Así, no podemos llamar [45] crítica a un cúmulo de palabras consistente en
valorar negativamente desde un punto de vista estrecho una traducción
dudosamente interpretada.
Un argumento crítico completo
es en efecto un argumento sumamente complejo, en el cual o bien se llevan a
cabo estas tres operaciones argumentativas, o bien se limita uno a una parte y
para el resto se remite a los resultados de argumentaciones previas y
respetables. Si somos estrictos, podemos ver que la mayoría de los argumentos metafilosóficos ocupan uno u otro lugar en el espacio
argumental de la crítica. Así, por ejemplo, cuando Gregory Vlastos
inició la práctica de aplicar a los textos de la filosofía clásica griega las
herramientas lógicas de la filosofía analítica de su tiempo, lo que hizo fue
iniciar una pequeña revolución en la historia de la filosofía. A las
argumentaciones críticas tradicionales añadió un nuevo tipo de argumentación;
la fijación, interpretación y valoración de textos se vio por ello enriquecida.
No era la primera vez que ocurría algo así. Ya Aristóteles había utilizado las
herramientas lógicas que había aprendido en la Academia, y a las que había
añadido algunas propias, para interpretar y valorar textos escritos en circunstancias
muy diferentes a las suyas. Esta misma medicina le aplicaron a él y a otros
filósofos de la Antigüedad clásica primero los grandes comentadores
neoplatónicos, luego los filósofos del islam y para terminar los de la Edad
Media cristiana. Me importa recalcar este punto porque todos esos casos de
argumentación metafilosófica muestran una ambición
mucho mayor que la que caracteriza a la crítica. La crítica, vuelvo a repetir,
es un producto del historicismo alemán, para el cual las cosas humanas, por
decirlo a la manera elegante de Ortega y Gasset, no tienen naturaleza sino
historia. Eso valdría igualmente de la filosofía, cuyo último historicista de
prestigio es Rorty, quien se vale de la jerga de la
metafísica analítica para decir que la filosofía no es una natural kind. Pues he aquí que los metafilósofos suponen, sin duda no todos de forma
plenamente consciente, que la filosofía sí tiene una naturaleza, que la
filosofía es siempre la misma (αὐτὸ ἑαυτῷ ταὐτόν, Soph. 254d). En esta
tensión nos encontramos todos; cada uno de estos polos, que podemos llamar aquí
historicista y naturalista, nos atrae más a unos que a otros y tal vez a todos
con diferente fuerza en momentos diferentes.
Con esto
confirmamos dos puntos mencionados antes: que cuando razonamos sobre tesis y
argumentos filosóficos ocurre que a veces filosofamos; y que en ese filosofar
podemos distinguir, por un lado, una cierta Weltanschauung (o mejor dicho dos
de ellas, a las que provisionalmente hemos llamado justamente “historicismo” y
“naturalismo”), y por el otro lado, ciertas estrategias argumentales de segundo
orden. La pugna entre estas dos posiciones se revela con claridad cuando, por
ejemplo, los críticos acusan a los metafilósofos de
“anacrónicos” mientras que estos acusan a aquellos de ignorar métodos de
análisis (e incluso eventualmente de fijación, interpretación y valoración de
textos) que son más penetrantes que los de la crítica histórica y filológica. Y
para que se vea que esta tentación es compartida por filósofos que solemos
concebir como antagonistas irreconciliables, basta recordar que así como Carnap se atreve a reducir todo discurso filosófico sea a
un “modo material” o a un “modo formal”, así también Heidegger nos asegura que
sus arbitrarias etimologías ven más lejos de lo que la mera filología es capaz
de capturar en los textos filosóficos.
4. Coda
Recapitulo y concluyo. Lo que
he ofrecido aquí es una tipología en la que aparecen dos grandes tipos de argumento
filosófico: los directos o de primer orden y los indirectos o de segundo orden.
Cada uno de ellos tiene a su vez dos subtipos. Los directos pueden ser puros o
impuros, según se mezclen o no con materiales extrafilosóficos;
los indirectos pueden ser críticos o metodológicos (metafilosóficos),
según se enfoquen en presentar lo que otros filósofos afirmaron y defendieron,
o bien se enfoquen, de forma más general, en evaluar los textos filosóficos y
en particular las argumentaciones contenidas en ellos. He dicho antes y repito
ahora que esta tipología no implica la existencia de textos en que sólo
aparezca un tipo; antes bien, va acompañada de una glosa: dos o más de estos
tipos se mezclan variamente en los textos, y pocos (si alguno) serán los textos
que contengan uno solo de estos tipos sin [46] añadidos, aunque fuera modestos,
de alguno o algunos de los otros tres.
Con ayuda de esta modesta y
espero clara tipología podemos situar tal o cual argumentación particular.
Cuando Tomás de Aquino, por ejemplo, interpreta una obra de Aristóteles,
podemos observar que su objetivo primordial es alcanzar la verdad eterna, y no
por ejemplo representar lo más fielmente posible un cierto pensamiento atrapado
en el tiempo, fruto de sus circunstancias; procede metafilosóficamente
antes que críticamente, y el fin último de sus argumentos indirectos parece ser
construir argumentos directos, cuyas conclusiones queden sólidamente
establecidas. Podría pensarse que se trata de algo muy diferente a lo que se
hace hoy día, pero no es el caso: cuando, por citar un ejemplo justamente
celebrado, Kripke (1982) interpreta a Wittgenstein,
no me parece que se trate de algo diferente a lo que con Aristóteles hace el Aquinate. Me atrevería a decir lo mismo de prácticamente
todo lo que se escribe hoy día en las revistas de filosofía analítica en las
que se retoma lo que otro filósofo ha dicho; esos artículos suelen comenzar
diciendo algo así como: “Fulano ha argumentado que…; yo trataré de mostrar
que…”; o bien, “Fulano ha argumentado que…; Zutano ha intentado refutarlo
diciendo que…; yo por mi parte probaré que…”, con una y mil variaciones de este
tema. Sin negar que haya excepciones, la mayoría de estos ejercicios de
argumentación indirecta están al servicio de argumentaciones directas en las
que el autor del artículo o libro está tomando posición por cuenta propia (a
menudo aliándose con unas cuentas ajenas y siempre atacando otras).
Para contrastar considérese el
caso de A. E. Taylor (1912): cuando trata de esclarecer el sentido preciso que
tiene la palabra ἐπιστήμη en la Carta VII de Platón, su
argumentación indirecta no parece querer desembocar en una directa; y lo mismo
podemos decir de Vlastos (1983) cuando intenta
desentrañar la peculiaridad del ἔλεγχος socrático.
Ambos parecieran argumentadores críticos, en el sentido descrito arriba:
preocupados por una verdad más histórica que filosófica. Con todo, hay que
decir que la semejanza entre uno y otro autor termina allí: Vlastos
trabaja con traducciones de los textos platónicos sin mayor atención a la
lengua griega. Cierto es que Vlastos conoce el griego
y de hecho las traducciones con las que trabaja son las que él mismo ha hecho.
Sin embargo, toda su argumentación puede ser seguida perfectamente por
cualquier filósofo analítico, aunque no sepa nada de la lengua, la cultura o la
historia griegas; lo que no vale en absoluto para Taylor. Por ello, la
argumentación de Taylor pertenece más claramente al tipo crítico, la de Vlastos más al tipo metafilosófico.
De hecho, aquella comienza con la pregunta crítica más básica de todas: si la
Carta VII puede o no considerarse genuina, es decir, si el texto de ella que
tenemos proviene en último término de Platón; o dicho de otra manera, si Platón
realmente escribió eso que leemos en tal texto. Es enteramente al servicio de
una cierta posición frente a esa pregunta —a saber, que el texto es de Platón—
que Taylor emprende la ardua tarea de interpretar la palabra ἐπιστήμη tal como se
usa allí. En cambio, si bien Vlastos parte también de
una pregunta histórica —¿exactamente en qué consistía
el método socrático, como algo diferente de los añadidos platónicos?—, el fondo
de su pregunta va más lejos, como revela la extraordinaria discusión que le
dedicó Davidson (1985): lo que está en juego es una
cierta concepción tanto de la filosofía como de los objetos que ella estudia
(las creencias, el conocimiento, la verdad).
Pues bien: las reglas de la
argumentación crítica no son de ninguna manera las mismas que las de la
argumentación metafilosófica. De igual manera, las
reglas de la argumentación indirecta (crítica o metafilosófica)
no son las mismas cuando están al servicio de la construcción de un argumento
directo (puro o impuro) que cuando no lo están. Todavía más: las
argumentaciones directas no siguen las mismas reglas cuando van acompañadas de
argumentos indirectos que cuando se presentan solas, mondas y lirondas; si bien
eso ocurre —creo— solamente mientras no se deja atrás la edad de la inocencia
filosófica. Pero tal vez las diferencias argumentales más azorantes y que dan
lugar a mayores malentendidos son las relativas al grado de pureza de los
argumentos directos. Tal vez el lector ha seguido leyendo hasta este punto
porque confía en que tarde o temprano debo yo decir algo de este tipo de
argumento, toda vez que he aseverado antes que, vista la cosa históricamente,
la mayoría de los filósofos han sido más o menos impuros [47] en sus
argumentaciones. Ese deber no resulta fácil de cumplir, ya que es con respecto
de los argumentos impuros que está todo por hacerse. En efecto, en el momento
en que el filósofo abandona su corral y se lanza a explorar áreas para las que
sus muy pulidas herramientas conceptuales no bastan, las reglas de la
argumentación presentan una gigantesca variedad. De esto me di cuenta personalmente
cuando, todavía estudiante de filosofía y empeñado en entender los problemas de
la filosofía clásica del lenguaje (el lector ya se imagina: Frege,
Russell y Wittgenstein; sí, aunque en mi caso aderezados con algo de Peirce, Meinong y Husserl), llegué
a un punto en que creía encontrarme en un callejón sin salida. Me parecía que
el rompecabezas estaba incompleto, que faltaba una pieza crucial, encontrando
la cual todo caería en su lugar. Aunque entrenado en Alemania, y por tanto
(como buen historicista) siempre atento a los matices de contexto y situación,
mi impulso espontáneo era encontrar respuestas a mis preguntas. Toda mi
actividad filosófica era, pues, la construcción de argumentos directos apoyados
en argumentos indirectos. Mi modo de razonar era más crítico que metafilosófico, porque además estudiaba yo al mismo tiempo
filología clásica; pero mi gusto por las técnicas del análisis lógico, junto
con una cierta fascinación (inevitable en aquel momento) por las acrobacias heideggerianas, me hacían tratar siempre de integrar todo
en un sólo método de fijación, interpretación y valoración de los textos
mismos.
Con todo, lo que yo quería era
respuestas a las preguntas, es decir, quería encontrar la verdad mediante la
argumentación filosófica. Pero he aquí que tal argumentación, pura como la
nieve que acaba de caer, no me satisfacía. Sin embargo, había pasajes en todas
las obras de filosofía del lenguaje que trataba yo de leer por entonces en los
que sus autores hacían alusión a las categorías de la gramática tradicional:
hablaban de nombres, verbos y adjetivos, hablaban de pronombres, conjunciones y
adverbios, hablaban de oraciones simples y compuestas, coordinadas y
subordinadas, de sujeto y predicado, discurso directo e indirecto, y otras
cosas del mismo jaez. En general, hablaban con displicencia, casi como de algo
un tanto obsceno, y en general rechazaban la gramática y sus categorías; pero
no podían dejar de hablar de ellas; pero curiosamente a mí me parecía que
cuando usaban las categorías gramaticales las cosas que decían eran más claras,
más aceptables. Entendía sus reparos, pero al igual que ellos me resistía a
tirar al bebé con el agua sucia, ya que ese bebé no dejaba de ser bastante
atractivo, tal vez un poco demasiado cachetón y con los pelos un poco demasiado
hirsutos, pero atractivo al fin. Para eso debo decir que en quinto de primaria
me había aficionado mucho a la gramática tradicional y recordaba con afecto las
horas pasadas tratando de analizar la sintaxis de una oración con las herramientas
de la gramática escolar que entonces llevábamos como libro de texto. Sin
embargo, desde esa época infantil no había vuelto a practicar ni cultivar el
análisis gramatical, excepto de manera instrumental, cuando me propuse aprender
las lenguas importantes para la filosofía occidental.
Me dije entonces que valía la
pena explorar si esa gramática tradicional había sufrido algún impacto a partir
de la constitución de la lingüística comparada y la lingüística general, de las
que sabía muy poco y todo de segunda mano. Para no hacer el cuento largo, luego
de visitar el departamento de lingüística general y comparada de la Universidad
de Colonia (que era por entonces muy probablemente el mejor de Alemania), me
convencí de que debía dedicar menos tiempo a la filología clásica e inscribirme
como estudiante de lingüística. Lo que me pasó es algo que dudo mucho pueda
entender nadie que no haya estudiado esta ciencia maravillosa desde el nivel
elemental (me refiero al nivel en el que hace uno ejercicios y entrega uno tareas
todos los días) hasta ser capaz de llevar a cabo una investigación empírica
independiente. Lo que aprendí en último término es a pensar, razonar y
argumentar como lingüista, que es algo que la inmensa mayoría de los mortales
no hacen por la sencilla razón de que requiere de un arduo entrenamiento
extremadamente artificioso y a todas luces innecesario,
por cuanto —se piensa— todo mundo hablamos y por ello sabemos del asunto. Magno
error. Todo mundo tiene muchas, muchísimas opiniones acerca del lenguaje y
sobre las lenguas; pero razonar ordenada y sistemáticamente sobre estas y aquel
es cosa antinatural, y la mayoría de las conclusiones a las que se llega [48]
razonando como lingüista son parcial o totalmente contraintuitivas,
como parece ser el caso con todas las ciencias.
Pues bien: lo que me ocurrió
es que muy poco de lo que creía entender de la filosofía clásica del lenguaje
se mantuvo en pie. Tuve que revisar prácticamente todo, y lo que de aquellas
concepciones filosóficas se conservó no se conservó igual sino que se
transformó radicalmente (una Aufhebung hegeliana si las hay), pues vinieron tales
concepciones a ocupar un sitio en el sistema de ideas generado por la
investigación lingüística que difiere mucho del que ellas tienen en el de los
filósofos profesionales. Soy definitivamente un filósofo del lenguaje sumamente
impuro, y encuentro más interesantes las discusiones filosóficas de los
lingüistas (ya dije antes que todos filosofan, y los lingüistas no son
excepción) que las de los filósofos. Pero el punto es que no tengo duda de que
un filósofo como Aristóteles (impuro como era) hubiese estudiado lingüística
como parte de su deseo de responder las preguntas que sobre el lenguaje se
hacía como filósofo. No tengo duda de eso porque eso es lo que veo que hizo
cuando se trató de los fenómenos biológicos y políticos. No se sentó en la
famosa poltrona que tiene en su despacho todo filósofo analítico que se
respete, ni se puso simplemente a interpretar y “deconstruir”
una serie interminable de textos históricos (aunque también hizo eso). Aprendió
lo que se sabía y organizó investigaciones según los métodos empíricos de su
tiempo. De hecho, en materia de lenguaje hizo lo mismo: estudió todos los
tratados de retórica que había, y sobre la base de ellos no solamente escribió
el manual más perfecto de su época sino que llevó la investigación más lejos de
lo que la había encontrado. No pretendo compararme con Aristóteles excepto en
un punto: comparto con él la curiosidad intelectual que lleva al filósofo a
salir de su estrecha área de actividades y aprender lo que se pueda de otras
áreas cuando estas tengan algo que decir.
He ofrecido
este ejemplo tomado de mi vida sencillamente porque es el más cercano que
tengo, y porque es gracias a esta experiencia que me parece poder apreciar y
entender el estupendo espectáculo de una filosofía naciente que ya no se
contenta con lo que los otros filósofos dicen. Esta me parece ser la filosofía
de Elmar Holenstein, Daniel
Dennett, los esposos Churchland,
de Clark Glymour, Michael Ghiselin,
Massimo Pigliucci, J. D. Trout, Don Ross, Joshua Greene,
Joshua Knobe y algunos otros que se han puesto a
estudiar en serio y a fondo las ciencias que tocan los problemas filosóficos
que les fascinan. Son pocos todavía respecto del grueso de los filósofos; pero
ofrecen una esperanza de que el interregnum que vivimos, en que la mayoría de quienes
profesan la filosofía se han cerrado sobre sí mismos y no hablan sino con sus
iguales, está finalmente llegando a su fin, y que muy pronto estaremos haciendo
filosofía como antes, como la hicieron Aristóteles y Leibniz, Descartes y Adam
Smith, Machiavelli y Peirce.
Conforme llegue ese punto nos daremos cuenta de que la teoría de la
argumentación, aplicada a la filosofía, debe hacerse cargo de que, aparte de
las estrategias argumentales que asociamos al análisis conceptual
(característico de los argumentos directos puros y parte fundamental de los
indirectos metafilosóficos) y al análisis
histórico-filológico (característico de los argumentos indirectos críticos),
hay una gama tan amplia de modos de argumentar como haya áreas de actividad
cultural en una sociedad. A todas ellas puede acceder el filósofo que se empeñe
en adquirirlas y aplicarlas a su trabajo; y no hay ninguna que no se pueda
combinar con el análisis conceptual y el histórico-filológico para dar lugar a
propuestas filosóficas más ricas e interesantes.
Apéndice
Algunos
lectores podrían poner en duda la absoluta centralidad de la distinción
conceptual como base de toda argumentación específicamente filosófica. La mejor
manera que hay de responder rápidamente a esa duda es tomar al azar un texto
filosófico reciente. Voy al librero más cercano y saco un volumen (Menary, 2010), lo abro y, con los ojos cerrados, apunto al
siguiente párrafo (pp. 1-2):
The extended mind begins
with the question “where does the mind stop and the
rest of the world begin?” In answer to this question, C&C [Clark &
Chalmers] present an active externalism,
which should be distinguished from the more traditional meaning externalism
familiar from the writings of [49] Putnam (1975) and Burge (1986). Active externalism is
distinguished from traditional forms of externalism because it concerns the active role of the environment in
driving cognitive processes (Clark and Chalmers 1998, this volume, p. 27).
This statement of active externalism is ambiguous between two interpretations,
and we must be careful about which is implied. First, there is a rather trivial
reading of active externalism, where some causally active features of the
environment influence cognitive processing in the brain. Second, there is the
more robustly externalist reading, where some cognitive processing is constituted by active features of the
environment. For example, C&C define an epistemic action as altering “the
world so as to aid and augment cognitive processes such as recognition and
search” (this volume, p. 28). I doubt that internalists
will have any problem with actions that aid
cognitive processes, just so long as those actions themselves are not
constitutive of cognitive processes.
No cuesta
ningún trabajo mostrar que este pasaje no consiste prácticamente sino en un
cúmulo de distinciones:
1. La pregunta
inicial presupone una distinción entre la mente (the mind) y el mundo (the world).
2. La respuesta
que el autor del pasaje atribuye a Clark y Chalmers
es etiquetada como externalismo activo, con lo cual se asumen dos
distinciones entre posiciones filosóficas: (a)
la distinción entre externalismo e internalismo; (b)
la distinción entre externalismo no-activo y externalismo activo. De hecho, la distinción (b) se explicita al decir que el externalismo activo should be distinguished from the more traditional
meaning externalism de
Putnam y Burge. Dicha distinción entre posiciones
filosóficas se define a continuación diciendo que el externalismo
activo concerns the active role
of the environment in driving cognitive processes (un papel activo del que el medio ambiente
presumiblemente carece en el otro tipo de externalismo).
3. Pero allí no para
la cosa, porque resulta que dicho externalismo activo
admite dos interpretaciones que hay que distinguir también. Habría un externalismo
activo trivial, en el que ciertos
aspectos del medio ambiente ejercen influencia sobre los procesos cognitivos (digamos,
por ejemplo, la Empfindung
de Kant). Otro externalismo
activo sería robusto, en el que
dichos aspectos constituyen tales procesos cognitivos. Aquí se trataría, pues,
de la distinción entre la relación causal y la relación de constitución,
clásicas nueces de la filosofía. Pero la misma distinción entre trivial y
robusto es esencial a la retórica de la filosofía, como se remacha cuando el
autor del pasaje dice que duda that internalists will have any problem
with actions that aid cognitive
processes, just so long as those actions
themselves are not constitutive of cognitive processes. Aquí tenemos para terminar la distinción
entre “ayudar”, “coadyuvar” o “contribuir” y el presumiblemente mucho más
fuerte “constituir” o “ser constitutivo de” (dicho sea de paso: el just so long as es
típico del discurso filosófico).
Para
completar la idea podría resultar conveniente recapitular las reglas del arte de distinguir
filosóficamente tal como fueron practicadas y en parte descritas por
Sócrates, Platón y Aristóteles:
1. Debemos siempre aclarar y declarar el sentido o
dirección de la distinción que se propone. Aunque el punto de partida de una distinción
es un par de términos asociados semánticamente (sinónimos, homónimos, términos
relativos, etc.), hay que tener claro que no estamos haciendo lexicografía, ni
siquiera lexicografía de los términos filosóficamente interesantes, relevantes
o inquietantes. Hay que recordar que cuando citamos a alguien, lo que estamos
haciendo en primer lugar es, en el mejor de los casos, lexicografía. Sin duda
tiene la lexicografía para la filosofía (como para otras áreas) una cierta
utilidad limitada; pero de ninguna manera constituye ella en sí [50] misma
filosofía. En principio, hay que recibir una distinción hecha por otro con buena
fe, aceptar los términos en que se propone, siempre y cuando se nos indique
hacia dónde lleva el uso propuesto (ἐφ᾽ ὅτι ἂν φέρῃς τοὔνομα ὅτι ἂν λέγῃς en Carmides 163d;
véase la regla más desarrollada en Topica A 18, 108a18-37,
esp. 108a22-26: ἀδήλου γὰρ ὄντος ποσαχῶς λέγεται, ἐνδέχεται μὴ ἐπὶ ταὐτὸν τόν τε ἀποκρινόμενον καὶ τὸν ἐρωτῶντα φέρειν τὴν διάνοιαν —ἐμφανισθέντος δὲ ποσαχῶς λέγεται καὶ ἐπὶ τί φέρων τίθησι, γελοῖος ἂν φαίνοιτο ὁ ἐρωτῶν εἰ μὴ πρὸς τοῦτο τὸν λόγον ποιοῖτο)[15]. Esta primera
regla fundamental nos lleva por elaboración a las siguientes cuatro.
2.
No debemos
nunca perder de vista por qué es importante la distinción propuesta. Cuando
hacemos filosofía, cuando distinguimos filosóficamente, estamos todos el tiempo
revalorando, recuperando, redefiniendo, rectificando. Todo concepto filosófico
tiene un componente axiológico o normativo ineludible, por lo que toda
distinción filosófica se dirige siempre a este componente; perderlo de vista es
lisa y llanamente dejar de hacer filosofía.
Esta regla es una elaboración ética y ha sido reconstruida a partir de
la lectura atenta de los diálogos de Platón, aunque no hay tal vez ningún lugar
preciso en que se formule como tal, excepto quizá la idea de que Sócrates no
examina conceptos, ni proposiciones, ni siquiera argumentos, sino vidas.
3. Debemos abandonar cuanto antes la distinción
conceptual particular que se está haciendo, por ser ella solamente un punto de
partida del filosofar. Esta regla es una elaboración lógica y ha sido
reconstruida a partir de la práctica de Platón y Aristóteles. Tiene a su vez
tres subreglas:
3.1 Debemos primero rebasar el nivel del par
conceptual para pasar a una jerarquía (o red) de conceptos asociados; o si
se prefiere, pasar de la distinción a la división (clasificación, tipología,
esquema conceptual), buscando que ella sea completa y demostrar que lo es.
3.2 Luego, debemos rebasar el nivel puramente
conceptual en que se propone la distinción. Hay que pasar a la brevedad
posible de los conceptos asociados a una distinción a las proposiciones en que
se contienen; de las proposiciones a los argumentos en que fungen ellas como
premisas o conclusiones; y de los argumentos a los sistemas de pensamiento en
que ellos se insertan y a los cuales sirven[16].
[51]
3.3 Finalmente,
debemos rebasar el nivel lingüístico
en que se propone la distinción. En particular, debemos proponer metadistinciones basadas en la distinción original. (El
primer ejemplo egregio de una metadistinción de gran
alcance son las categorías de Aristóteles; pero también lo son la distinción de
los predicables, la de los sentidos de la palabra “ser”, la de los diferentes
tipos de pregunta que pueden plantearse).
Lo anterior es tan compendioso
que podría resultar poco inteligible. Ciertamente habría que tratarlo en un
ensayo aparte. Pongo estas breves indicaciones con el solo propósito que el
lector sepa que hay un argumento detrás de mi afirmación de que la distinción
conceptual es el método por excelencia en las argumentaciones filosóficas.
[52]
Bibliografía
Boole, G. (1847). A mathematical analysis of logic: Being an
essay towards a calculus of deductive reasoning. Cambridge: Macmillan, Barcley & Macmillan.
Bosanquet, B. (1920). Implication and linear
inference. Londres: Macmillan.
Chase, M., S. R. L. Clark
y M. McGhee (coords.) (2013). Philosophy as a way of life—Ancients and moderns: Essays in honor of
Pierre Hadot. Malden, MA: Wiley Blackwell.
Collingwood, R. G. (1938). The principles of art.
Oxford: Clarendon Press.
Darwin, Ch. (1859). On the origin of species by
means of natural selection, or the preservation of favoured
races in the struggle for life. Londres:
John Murray.
Davidson, D. (1985). Plato’s philosopher. The
London Review of Books, 7(14), 15-17.
Evans, G. E. (1982). Varieties of reference.
Oxford: Clarendon Press.
Gaos, J. (1962). De la filosofía: Curso de 1960. México:
Fondo de Cultura Económica.
Gaos, J. (1973). Historia de nuestra idea del mundo.
México: Fondo de Cultura Económica.
Gutting, G. (2009). What philosophers know: Case studies in
recent analytic philosophy.
Nueva York: Cambridge University Press.
Hadot, P. (2002). Exercices spirituels et philosophie antique. Nueva edición
revisada y aumentada. París: Albin
Michel.
Huemer, M.
(2015).
The failure of analysis and the nature of concepts. En
C. Daly (coord.) The Palgrave handbook of philosophical
methods (pp. 51-76). Houndsmills, UK:
Palgrave Macmillan.
Kripke, S. A. (1982). Wittgenstein on rules and
private language. Oxford: Basil Blackwell.
Menary, R., (2010). Introduction. En R. Menary (coord.) The extended mind (pp.1-25). Cambridge, MA: The MIT Press.
Nelson, L. (1918). Von der Kunst, zu
philosophieren. En Die neue Reformation,
vol. 2. Gotinga: Vandenhoeck y Ruprecht.
Peirce Edition Project
(1998).
The essential Peirce, vol. 2.
Bloomington: Indiana University Press.
Quine, W. O. (1951). Two dogmas of empiricism. The Philosophical Review, 60(1), 20-43.
Rescher, N. (2006). Philosophical dialectics: An essay on metaphilosophy. Albany: State University of New York
Press.
Rosenberg, J. (1996). The practice of philosophy.
3ª edición. Upper Saddle
River: Prentice Hall.
Russell, B. (1920). Introduction to mathematical
philosophy. Londres: Allen & Unwin.
Santinello, G. (coord.)
(1981-2004). Storia delle storie generali della filosofia. 5 vols.
Roma: Editrice Antenore.
[Hay traducción al inglés en curso bajo el título Models of the history of philosophy, Dordrecht, Springer.]
Saussure, F. (1879). Mémoire sur
le système primitif des voyelles dans les langues indo-européennes.
Leipzig: Teubner.
Singer, P. (2009). The life you can save: Acting now to end
world poverty. Nueva York: Random House.
Singer, P. (2015). The most good you can do: How effective
altruism is changing ideas about living ethically. New Haven: Yale
University Press.
Sokolowski, R. (1998). The method of
philosophy: making distinctions. The
Review of Metaphysics, 51(3), 515-532.
Taylor, A. E. (1912). The analysis of epistéme in Plato’s Seventh Epistle. Mind, 21(83), 347-370.
[53]
Valero Pie, A. (2012). Filosofía y vocación: Seminario de filosofía
moderna de José Gaos. México: Fondo de Cultura
Económica.
Vlastos, G. (1983). The Socratic elenchus.
Oxford Studies in Ancient Philosophy 1: 27-58.
Wolff, R. P. (1977). On understanding Rawls. Princeton:
Princeton University Press.
Wollheim, R. (1968). Art and its objects.
Nueva York: Harper & Row.
[1] Las ideas aquí vertidas fueron el objeto de
una conferencia que dicté para inaugurar el coloquio “La argumentación: Sus
posibilidades y trampas” en el marco del XVI Congreso Internacional de
Filosofía de la Asociación Filosófica Mexicana, celebrado en Toluca en octubre
de 2011. Una versión digital muy abreviada se subió a internet en unas
“Memorias” que nunca recibieron ISBN y además desaparecieron un tiempo después.
Aprovecho la ocasión que me brinda esta revista de sacarlas a la luz en una
versión más completa y actualizada.
[2] Digo “algo así como” porque nadie sabe si lo
que Leibniz llamó, con un guiño a la retórica, una ars inveniendi (o arte de encontrar, o
heurística, como se dice hoy día), suponiéndola posible, puede todavía llamarse
lógica. Peirce pensaba que sí y lanzó al mundo el
proyecto de una lógica abductiva;
pero no parece haber consenso sobre la naturaleza y función de tal lógica o siquiera
sobre su existencia y legitimidad. Por su parte, los intentos de programar
computadoras para que descubran verdades nuevas, por fascinantes que sean,
parecen estar rodeados de controversias semejantes.
[3] La historia crítica de la filosofía no nació
de la noche a la mañana, sino que es posible rastrear, y de hecho se viene
rastreando, su compleja y accidentada historia (Santinello,
1981-2004). En realidad, lo que la investigación revela con cada vez mayor
claridad es que la historiografía filosófica ha dado varias vueltas hasta
lograr tener la forma que le conocemos hoy día. Arriba sólo me refiero a la
forma, digamos científica, que comienza a aparecer y ganar prestigio en la
época de Kant.
[4] Ya en la Antigüedad flaqueaban moralmente los
filósofos y preferían los juegos intelectuales a las prácticas vitales. De allí
el regaño de Epicteto (Manual, 52; mi traducción): “El primero y más necesario lugar (τόπος) en filosofía es el practicar las
proposiciones teóricas (τῶν θεωρημάτων),
como no mentir; el segundo el de las demostraciones (τῶν ἀποδείξεων), como de dónde viene que no debemos mentir; el tercero el confirmador
y articulador (βεβαιωτικὸς και διαρθρωτικὸ ́ς)
de estas mismas, como de dónde viene que esto es demostración, qué es en efecto
demostrar, qué consecuencia, qué contradicción, qué verdad, qué falsedad.
Entonces, pues, el tercer lugar (τόπος) es necesario por el segundo, el segundo por
el primero; y el más necesario y donde hay que detenerse es el primero.
Nosotros lo hacemos al revés: nos entretenemos con el tercer lugar y en torno
de ese se da todo nuestro afán; pero del primero no nos ocupamos para nada. Con
lo cual mentimos pero el cómo demostrar que no debemos mentir eso sí lo tenemos
presente.” El sesudo lector pensará que esta triple división de loci corresponde
muy exactamente a nuestra contemporánea división en ética práctica, ética
normativa y meta-ética. No le falta del todo razón, excepto que los antiguos
dirían que la ética práctica sigue siendo parte del segundo locus. Después de todo, ni el formidable
Peter Singer hace lo que dice que toda persona con recursos debería hacer
(véase Singer, 2009, 2015).
[5] La mayoría de los filósofos prefieren ser como Hume (Treatise, libro II, parte III, sección VII), quien se felicitaba de que la naturaleza bastase para curarle de sus delirios y melancolías filosóficas: “I dine, I play a game of back-gammon, I converse, and am merry with my friends; and when after three or four hours’ amusement, I wou’d return to these speculations, they appear so cold, and strain’d, and ridiculous, that I cannot find in my heart to enter into them any farther.” El lector atento me dirá que exagero la nota en este punto, por cuanto en este pasaje Hume no hablaba de ética. Es correcto; pero la lección de Epicteto se aplica igual a aquello de lo que habla. ¿De qué me sirve filosofar y concluir cosas que se me olvidan cuando salgo del pensatorio, como decía Aristófanes? ¿A qué perder tiempo con reflections very refin’d and metaphysical [that] have little or no influence upon us?
[6] El descubrimiento de esta dualidad presente en
el seno de cualquier texto filosófico llevó al filósofo británico Bernard Bosanquet (1920) a proponer su distinción entre implicación e inferencia lineal. Ambos son procesos que se encuentran en los
textos filosóficos; pero mientras que la inferencia lineal corresponde grosso modo a los argumentos formales
del filósofo, la implicación consiste en desplegar poco a poco los diferentes
aspectos de su manera de ver el mundo, casi como quien cuenta una historia tan
bien, y la historia que cuenta es tan coherente, y de tal manera nos envuelve,
que terminamos persuadiéndonos. Creo que es fácil reconocer aquí la manera como
ciertos filósofos nos atrapan y no nos dejan ya ir, sobre todo cuando somos
jóvenes.
[7] Retomando a Wolff,
habría que decir que los argumentos particulares son sólo la punta visible y
pequeña de un objeto enorme y casi invisible, que es justamente la visión del
mundo que da forma y fuerza a aquellos argumentos. Nótese la curiosa paradoja:
por un lado, la argumentación está al servicio de la visión del mundo y todo
indica que se ha construido para reforzarla; pero he aquí que es la visión del
mundo la que en el fondo da forma y fuerza a la argumentación. Con estas pocas
indicaciones haga la prueba el lector de leer un clásico de la filosofía
contemporánea como “Two dogmas of empiricism”
de Quine (1951) y verá por qué es tan difícil saber bien a bien cuál es la
argumentación; o si se prefiere: donde empieza y dónde termina la exposición de
la visión del mundo y dónde empieza y termina la argumentación como tal (cf. Gutting, 2009: 11-30).
[8] Hablo siempre de la filosofía en nuestra
tradición occidental, aunque me cuesta trabajo pensar que lo que pudiera llamarse
filosofía en otras tradiciones haya surgido en el vacío. Lo más probable es
que, como en el caso griego, fueron respuestas, reacciones, a actividades
culturales que estaban ya allí desde antes.
[9] El insigne filósofo español José Gaos, que tantas y tantas huellas dejó en este país, estaba
convencido de que la soberbia —el sentirse superior a todos los demás— era un
atributo esencial del filósofo (Gaos, 1962; cf.
Valero, 2012). Tal vez la forma en que Gaos expuso
esta idea suya le deje mal sabor de boca a muchos; pero cuesta trabajo estar en
desacuerdo con el fondo del asunto.
[10] Es muy conocida la diatriba de Paul Feyerabend
contra los filósofos de la ciencia actuales, de los que decía que en general
saben mucha menos física que los —por ellos despreciados— positivistas y
empiristas lógicos. Feyerabend atacó a estos también, pero consideraba que al
menos sabían algo de física. Yo no puedo juzgar sino indirectamente: observando
cómo los físicos ignoran olímpicamente todo lo que los filósofos de la ciencia
escriben. Eso parece probar algo, ¿no cree el lector?
[11] Como sé que algunos lectores creerán que
exagero al poner a la distinción como el método por excelencia de la filosofía,
ofrezco en apéndice una defensa de esta idea. Habiendo escrito esto he descubierto
que no estoy del todo solo. Véase Sokolowski (1998), Rescher (2006), Huemer (2015).
[12] Esto de los discípulos dura poco, para
amargura de muchos maestros y deleite de poquísimos. Conociendo un poco la
historia de la filosofía hay que esperar que dure poco. Los alemanes hasta
inventaron un término para denostar al discípulo intachable: lo llamaron
“epígono”, término oprobioso si los hay.
[13] Tal vez tenga sentido distinguir un tercer
grupo, el de los eclécticos, que hacen una especie de potpourri con todo lo que leen.
Pero este conjunto me parece en todo caso poco numeroso, si bien acaso no del
todo vacío.
[14] Hablo de los estudiantes porque me intriga el
asunto, pero este argumento podría exponerse por decirlo así filogenéticamente,
mostrando todos los casos en que la humanidad occidental perdió su inocencia
filosófica.
[15] Traducciones: “Ah, Critias,
I said, you had hardly begun, when I grasped the purport of your speech—that
you called one’s proper and one’s own things good, and that the makings of the
good you called doings; for in fact I have heard Prodicus
drawing innumerable distinctions between names. Well, I will allow you any
application of a name that you please; only make clear to what thing it is that you attach such-andsuch
a name. So begin now over again, and define more plainly.” [edición Loeb, tr. Lamb.] —“It is
useful to have examined the number of meanings of a term both for clearness’
sake (for a man is more likely to know what it is he asserts, if it has been
made clear to him how many meanings it may have), and also with a view to
ensuring that our reasonings shall be in accordance
with the actual facts and not addressed merely to the term used. For as long as it is not clear in how many
senses a term is used, it is possible that the answerer and the questioner are
not directing their minds upon the same thing: whereas when once it has been
made clear how many meanings there are, and also upon which of them the former
directs his mind when he makes his assertion, the questioner would then look
ridiculous if he failed to address his argument to this. It helps us also
both to avoid being misled and to mislead by false reasoning: for if we know
the number of meanings of a term, we shall certainly never be misled by false
reasoning, but shall know if the questioner fails to address his argument to
the same point; and when we ourselves put the questions we shall be able to
mislead him, if our answerer happens not to know the number of meanings of our
terms. This, however, is not possible in all cases, but only when of the many
senses some are true and others are false. This manner of argument, however,
does not belong properly to dialectic; dialecticians should therefore by all
means beware of this kind of verbal discussion, unless someone is absolutely
unable to discuss the subject before him in any other way.” [Edición Ross, tr. Pickard-Cambridge]
[16] En este contexto aparece la subsubregla Evitar
la quaternio terminorum
(Aristóteles, De sophisticis
elenchis 4; véase Nelson, 2016), es decir, evitar
que nuestros argumentos sucumban a las obscuridades, imprecisiones,
ambigüedades y confusiones de la lengua ordinaria. Platón la intuye en el Eutidemo y es de
las primeras que Aristóteles codifica como tal. En efecto, uno de los errores
más comunes de los manuales al uso es creer que estos defectos en el uso del
lenguaje se limitan al nivel conceptual, cuando el perjuicio que producen en
realidad se despliega al nivel de las proposiciones, los argumentos y los
sistemas filosóficos enteros. Esto lo vio ya con claridad Aristóteles y lo
desarrolló Nelson.