Rorty y Fraser en torno a la
distinción entre redistribución y reconocimiento: un debate abierto
Rorty and Fraser concerning the
distinction between redistribution and recognition: an open debate
Nalliely Hernández
nallie3112@hotmail.com
Universidad
de Guadalajara
Guadalajara,
México
Fecha de recepción: 28-08-16
Fecha de aceptación: 17-09-16
Hernández, N. (2016). Rorty
y Fraser en torno a la distinción entre
redistribución y reconocimiento: un debate abierto.
Quadripartita
Ratio: Revista de Retórica y Argumentación, 1(2), 2-13. ISSN: 2448-6485
[02]
Resumen: El objetivo
del siguiente trabajo es analizar y valorar las posiciones vertidas entre los
filósofos norteamericanos Richard Rorty y Nancy Fraser en torno al debate entre la redistribución y el
reconocimiento como categorías necesarias para la teoría de la justicia en el
ámbito de la filosofía política. Voy a reconstruir brevemente sus respectivas
posiciones al respecto y, posteriormente, intentaré acercar sus propuestas, así
como valorar e interpretar sus diferencias. Las nociones en torno a la
distribución y el reconocimiento que los autores desarrollan en este debate
generan un ambiente propicio para la argumentación en la medida en que permiten
acercar sus posturas o minimizar sus diferencias para lograr un escenario de
acuerdo o coincidencias entre ambos. Por ello pretendo mostrar que sus
argumentos son más parecidos de lo que parece a primera vista y que una parte
de sus diferencias obedece a que algunas de sus consideraciones sobre la
justicia se mueven en dos planos diferentes de interacción social, el
individual y el institucional, además de que tienen una noción distinta sobre
el papel de la filosofía en la acción política y en los requerimientos para una
mejor vida social.
Palabras clave:
pragmatismo, redistribución, reconocimiento, justicia, igualdad, política de la
diferencia.
Abstract: The main goal of this paper is to analyze the philosophical debate between Richard Rorty and Nancy Fraser concerning the accuracy and the utility of the models of redistribution and recognition in the theories of justice. I am going to reconstruct both proposals, and then, I will analyze and valuate their similarities and differences to suggest an interpretation of them. Their positions invite to discussion and argumentation in order to achieve some kind of agreement between them. Then, I want to show that their arguments are more similar than it may appear at first sight, and that some of their differences are due to the consideration of different levels in the social interaction. In addition, they have a different perspective about the social function of philosophy.
Key words: pragmatism, redistribution, recognition, justice, politics of difference, equality.
[03]
Introducción
Múltiples teóricos de la
justicia, tanto desde la tradición liberal (Rawls, Dworkin, Nagel, Nozick) como desde el comunitarismo
(MacIntyre, Sandel, Taylor,
Walzer) han intentado elaborar y clarificar modelos
que resulten satisfactorios para explicar y proponer esquemas de solución a las
injusticias sociales. En particular en las últimas tres décadas dichas teorías
han tenido un desarrollo extraordinario. El debate en torno a este tema es sin
duda complejo, multidimensional e involucra a destacados personajes en la
teoría política, la filosofía moral o política y otros dominios cercanos. En
este ejercicio se enmarca uno de los debates entre los norteamericanos Richard Rorty y Nancy Fraser que me
propongo analizar a continuación.
1. Breve recuento de dos
paradigmas divergentes
El primer paradigma conceptual
al que me referiré en el debate es el de la redistribución. El planteamiento
del problema de la injusticia de la redistribución ha sido probablemente el
paradigma más desarrollado en la historia de la teoría política. Como explica
Nancy Fraser (2006a), la redistribución intenta
explicar una forma de injusticia arraigada en la diferencia de clases de la
estructura económica de la sociedad capitalista, la cual justifica la venta de
la fuerza de trabajo o el trabajo asalariado que a su vez se traduce en
explotación, y por lo tanto, su solución exige transformar la distribución de
la riqueza mediante modificaciones de la estructura económica; es decir, puede
implicar una nueva organización de la división del trabajo o de la propiedad,
distribución de ingresos, etc. (Fraser, 2006a: 22). Según
los teóricos de la redistribución, ésta invoca normas universales de igualdad
y, junto con ellas, se realiza una repartición más equitativa del patrimonio,
bienes y/o capital que reivindica y representa el significado de la justicia,
etc. (Fraser, 2006a: 26). Es decir, su punto de
partida para concebir esta última es la igualdad entre seres humanos. En este
modelo, pensado de forma general, se puede incluir un abanico amplio y muy
variado de análisis y soluciones, desde las más moderadas hasta las más
radicales; desde la teoría liberal de John Rawls
(1995) sobre la elección de principios que han de determinar la distribución de
los bienes primarios hasta la teoría marxista de la explotación capitalista,
entre muchas otras. Lo que las vincula es que la categoría de igualdad entre
miembros de una comunidad es central para pensar y analizar la justicia, si
bien la forma de abordarla y las soluciones pueden ser muy distintas.
El segundo paradigma implicado
en el debate es el del reconocimiento. Este concepto, como es bien sabido,
proviene de la fenomenología de la conciencia de filosofía hegeliana y, en
palabras de Fraser, “designa una relación recíproca
ideal entre sujetos en la que cada uno ve al otro como su igual y también como
su separado de sí” (Fraser, 2006a: 20). Este modelo
considera que el sujeto se constituye a partir de reconocer a los otros sujetos
y ser reconocido por ellos, por lo que las relaciones sociales o la comunidad
son anteriores a la conformación de la identidad y, por lo tanto, al individuo[1] (Fraser, 2006a: 20). Para los teóricos contemporáneos principales
del reconocimiento, como son Alex Honneth y Charles
Taylor, el ser reconocido por otro sujeto es condición necesaria para alcanzar
lo que denominan “una subjetividad plena y sin distorsiones” (Fraser, 2006a: 35), pues la integridad depende del reconocimiento
de otras personas y la falta de éste se traduce en un daño ético que incapacita
al sujeto para alcanzar una realización adecuada de su identidad y/o alcanzar
una “vida buena” (Fraser, 2006a: 35-6).
Debido a lo anterior, cuando
un individuo no es reconocido como tal por los otros en el contexto en que se
desenvuelve, desarrolla una identidad devaluada u oprimida, considerada en este
modelo [04] como una injusticia cultural, ya que se debe a que existen
determinados modelos o esquemas sociales mediante los cuales se representa y
comunica distorsionada o equivocadamente un determinado grupo cultural por
parte de otro, que en este caso es dominante (piénsese, por ejemplo, en casos
del indígena en México, el negro entre los blancos, el homosexual entre los
heterosexuales, el mexicano en Estados Unidos, el árabe en Europa, etc.). Esta
falta de reconocimiento termina por expresarse en forma de dominación cultural
(por ejemplo, tener que adoptar otros usos o hábitos por falta de
reconocimiento cultural de los propios), invisibilización
(no poder ejercer derechos o determinadas prácticas culturales plenamente como
los otros) o en la falta de respeto (ser menospreciado o difamado por el grupo
dominante). Debido a la naturaleza que se le atribuye a este tipo de
injusticia, la solución radica en el cambio cultural y ello supone la
revaluación positiva de la diversidad cultural y transformación de los patrones
sociales mencionados (Fraser, 2006a: 26). En suma, un
individuo tiene que ser reconocido positivamente debido a su diferencia de
grupo para reivindicar el escenario de injusticia social (el homosexual como
diferente del heterosexual, la mujer como diferente de los hombres, etc.), en
contraposición a la igualdad.
En este modelo, la falta
reconocimiento cultural y su institucionalización social son el origen del
resto de las injusticias, incluyendo las de naturaleza económica. Por lo tanto,
la solución para remediar la injusticia social es el reconocimiento en primer
lugar y la redistribución de la riqueza llega como consecuencia de reparar la
primera. Esto es, las injusticias económicas derivan de las anteriores, por lo
que en respuesta al reconocimiento desaparece la injusticia de la distribución
(Fraser, 2006a: 26). Como es bien sabido, en las
últimas décadas la lucha por el reconocimiento ha tomado gran fuerza en los
movimientos de izquierda (piénsese en las reivindicaciones indígenas, el
movimiento gay, feminista, etc.), lo que comúnmente se ha denominado la
izquierda cultural, quizás en parte generado por el propio capitalismo que, a
través de una economía global, ha puesto en contacto y ha pluralizado
determinados valores provenientes de diferentes culturas y grupos en las
sociedades contemporáneas.
En cualquier caso, queda claro
que estos dos modelos se fundan en conceptos diferentes —y en cierto sentido enfrentados— de la injusticia, ya que en uno
la mala distribución se reduce a la falta de reconocimiento y viceversa. Por lo
tanto, en términos generales, hay una tensión entre estos dos modelos; en uno
se intenta diluir la diferencia de grupo para alcanzar escenarios de justicia,
mientras en que el otro se trata de acentuarla con el mismo fin.
Debido a lo anterior, una
parte de los defensores del modelo de la distribución igualitaria rechazan la
política del reconocimiento al considerarla como una “falsa conciencia” que ha
contribuido al olvido de la lucha por la igualdad económica, y por tanto, ha
promovido indirectamente que la distribución de la riqueza sea cada día peor.
En particular, defensores de la redistribución como Richard Rorty
(2000a), Todd Gitlin (1995)
y Brian Barry (2001) señalan que la política de la identidad, al enfatizar
diferencias entre individuos, fragmenta a las comunidades en pequeños grupos
que se enfrentan entre sí y rechaza unas normas morales universalistas, lo que
resulta pernicioso para resolver las injusticias económicas. Recíprocamente,
algunos partidarios del reconocimiento desdeñan la política de redistribución
aludiendo a que el desastre del igualitarismo económico se debe a que ha
ignorado las diferencias entre individuos o grupos como categoría fundamental
de la justicia[2]. Pero el
escenario se vuelve aún más complejo, pues existen críticas externas que consideran
insuficiente o equivocada la forma de articular la justicia en ambos
paradigmas, sea en términos de reconocimiento o de redistribución. Fraser sintetiza el escenario de la siguiente manera:
En
consecuencia, desde el punto de vista filosófico, los términos “redistribución”
y “reconocimiento” hacen una extraña pareja. Es probable que cada uno sea
rechazado por los defensores del otro. [05] Muchos teóricos liberales de
la justicia distributiva sostienen que la teoría del reconocimiento conlleva
una carga comunitaria inaceptable, mientras que algunos filósofos del
reconocimiento estiman que la teoría distributiva es individualizadora y
consumista. Es más, cada una de estas ideas provoca críticas de terceras
partes. Los pensadores que se identifican con la tradición marxiana dicen que
la categoría de la distribución no recoge en toda profundidad la injusticia
capitalista porque pasa por alto las relaciones de producción y no problematiza
la explotación, la dominación y la mercantilización. De igual modo, quienes
abrazan el pensamiento postestructuralista insisten
en que la idea del reconocimiento lleva consigo asunciones normalizadoras
centradas en la subjetividad, que impiden una crítica más radical (Fraser, 2006a: 20-1).
Ante la diversidad
de posturas, Nancy Fraser ha planteado un escenario
donde estos conceptos, de origen filosófico divergente, pueden ir de la mano
integrados en un único marco bidimensional de la justicia que considere, según
ella, tanto las reivindicaciones de igualdad social como el reconocimiento de
la diferencia. Para Fraser los dos términos tienen
referencia filosófica y política como paradigmas formales, pero también como
fuentes para articular prácticas sociales concretas que deben ser distintas[3].
2. La reconciliación de Fraser entre redistribución y reconocimiento
El punto de partida para Fraser, ya expuesto a principios de los años noventa, es
que resulta indispensable, en aras de alcanzar escenarios básicos de justicia,
establecer una condición de participación paritaria donde las desigualdades
sistémicas sociales sean eliminadas. Ello implica enfrentar el problema de
implementar o, en algunos casos, reforzar políticas que deben procurar
relaciones de igualdad desde instituciones que económica y culturalmente están
basadas en relaciones de desigualdad (Fraser, 1990).
Es decir, que una efectiva condición igualitaria es inconsistente con las
relaciones sistemáticas de dominación y subordinación. Por tanto, como muchos
escenarios contemporáneos han mostrado, la igualdad social es condición
necesaria para la democracia política (Fraser, 1990:
65). Con el fin de elaborar un escenario teórico de dichas condiciones de
igualdad, la filósofa norteamericana discute ambos modelos en el nivel de la
teoría social; la relación entre economía y cultura, en el plano de la
filosofía moral; la prioridad del derecho sobre el bien y en el nivel del
análisis político; la relación entre igualdad y diferencia, entre la lucha
económica y la política de identidad (Fraser y Honneth, 2006:15).
Como resultado de dicho
análisis, Fraser señala algunos inconvenientes del
modelo del reconocimiento antes esbozado. El primero de ellos coincide con la
crítica del igualitarismo y consiste en que el reconocimiento está sirviendo para
marginar las luchas a favor de la redistribución en lugar de complementarlas.
Lo que la norteamericana llama el problema del desplazamiento reside en que, a
pesar de que la economía globalizada a través de un capitalismo muy agresivo ha
generado una desigualdad económica cada vez mayor, continuamente se ha reducido
la lucha social a la política del reconocimiento o de la identidad. Ello ha
significado suponer que toda distribución desigual es resultado de la
institucionalización de injusticias culturales y, por tanto, deja de lado a la
primera en la acción política (Fraser, 2000: 58-9).
El segundo problema aparece
cuando se defiende la lucha del reconocimiento como una necesidad de expresar
una identidad colectiva (el de las mujeres, los homosexuales, los indígenas,
etc.), pero con ello se impone una concepción única y/o simplificada de ella,
negando o restringiendo los rasgos particulares de los individuos que no
coinciden con dicha versión. Por lo tanto, lo que Fraser
llama el problema de la reificación coincide también con parte de la crítica
igualitarista, y señala que la identidad colectiva en algunos casos tiende a
cosificar identidades de grupo que a su vez fomentan el [06] separatismo o el
rompimiento con otros miembros de la comunidad y la intolerancia entre grupos,
e impiden una interacción respetuosa ante las diferencias culturales (Fraser, 2000: 60).
Para resolver el primer
problema, a diferencia del paradigma de la redistribución, Fraser
no niega la necesidad de la política del reconocimiento, como tampoco niega el
otro modelo, sino que propone un esquema bidimensional en donde ambos conceptos
son necesarios y ninguno puede ser reducido al otro. Es decir, considera que
hay divisiones sociales “arraigadas al mismo tiempo en la estructura económica
y en el orden de estatus de la sociedad” (Fraser,
2006a: 28). Estas dos dimensiones interactúan y se entremezclan en la mayoría
de los casos, aunque cada una tiene cierta independencia relativa de la otra.
Sin embargo, una completa y plena reparación de las injusticias exige que ambas
sean consideradas.
Para resolver el segundo
problema, el de la reificación, Fraser rechaza la
idea de trasladar el modelo del reconocimiento hegeliano al ámbito político. La
perspectiva neohegeliana intenta remediar una afectación
“interior” del sujeto generada por los problemas para desarrollar lo que llaman
“una identidad culturalmente saludable”,
la cual es producto de una imagen rebajada o humillada por parte del
grupo dominante. El problema es, como afirma la norteamericana, que ello
introduce elementos psicológicos, que resultan teórica y políticamente
problemáticos al igualar reconocimiento con identidad (Fraser,
2000: 58). Es decir, el planeamiento de Honneth
resulta, dice la norteamericana, en “una construcción fundamentalista en cuya
base está la psicología moral y restringe indebidamente la sociología política,
la teoría social y la filosofía moral” (Fraser,
2006b: 155). Estos elementos tienen que
ver con cómo definir “una identidad culturalmente saludable” o “una
subjetividad plena y sin distorsiones” que no sean concepciones normalizadoras
o restrictivas que al imponer un modelo de identidad de grupo impidan al sujeto
la constitución de ésta en forma autónoma y libre. En este sentido la crítica
de Fraser también coincide parcialmente con la
postura postestructuralista que se mencionó antes.
Además, dice Fraser, el modelo reduccionista
hegeliano de Honneth se equivoca al suponer que el
hecho de que los mercados estén circunscritos en la cultura implica que su práctica
esté completamente dominada o determinada por una lógica del reconocimiento (Fraser, 2006b: 162).
Por el contrario, Fraser propone tratar el reconocimiento como una cuestión
de estatus social que no precisa especificar una identidad de grupo, sino sólo
el estatus de los individuos de tal grupo como plenos participantes en la
interacción social. La falta de reconocimiento, en este caso, no significa
desprecio o deformación de la identidad o un impedimento de autorrealización,
cuestiones de tipo psicológico o moral, sino subordinación social en tanto que
imposibilidad para participar como igual en la vida comunitaria (Fraser, 2006a: 36). Para superar esta subordinación es
necesario examinar los valores culturales y sus modelos institucionalizados en
la sociedad, en la medida que afectan a determinados actores sociales que no
son considerados en pie de igualdad (al considerarse inferiores, excluidos o
invisibles) y, con ello, restablecer a la parte no reconocida o mal reconocida
como miembro pleno de la sociedad (Fraser, 2006a:
37).
De esta forma, aunque tienen
orígenes filosóficos o teóricos desiguales y, en cierto sentido, opuestos, Fraser defiende que resulta útil mantener una distinción
entre estos dos tipos de injusticia puesto que son irreductibles y, para
efectos prácticos, “casi todos los ejes de subordinación del mundo pueden
tratarse como bidimensionales” (Fraser, 2008: 95). Es
decir, la mayoría de las injusticias suponen tanto mala distribución como
reconocimiento erróneo[4]. Más aún, en
general ambas injusticias se encuentran entrelazadas causalmente y
dialécticamente reforzadas, resultando en un círculo vicioso de [07]
sometimiento cultural y económico (Fraser, 1997:
33-4). Aunque el peso de cada uno puede ser diferente en cada caso, esta
proporción debe determinarse contextual y pragmáticamente, y ello puede suponer
una tensión inevitable en la forma de solucionar los distintos tipos de
injusticias ya que, como hemos visto, mientras que las unas tienden a promover
la diferenciación de los grupos, las otras tienden a debilitarla. Fraser misma reconoce que dicha tensión puede generar
interferencia o contradicción en las soluciones propuestas; sin embargo, según
ella, es justamente el hecho de considerar esta distinción lo que permite
dentro de la teoría política imaginar instituciones y/o reformas políticas más
eficientes que solucionen ambos aspectos, al tiempo que se intenta minimizar la
mencionadas tensiones o inferencias entre éstos.
Queda claro entonces que, para
Fraser, existe una distinción fundamental entre los
mecanismos de distribución económica y las estructuras de estatus social. Las
injusticias económicas no se traducen totalmente en atropellos contra el
estatus social, debido a que existen estándares culturales independientes de
éstas. Inversamente, la clase social no está completamente determinada por el
estatus social, pues hay diversos criterios de distribución económica que no
dependen de los valores culturales[5]. En palabras
de Fraser: “sin duda, la característica distintiva de
la sociedad capitalista es su creación de un orden de mercado cuasi objetivo,
anónimo, impersonal que sigue su propia lógica. Sin duda este orden de mercado
está incluido en la cultura pero no está directamente regido por los esquemas
culturales de evaluación” (Fraser, 2006b: 160). Más
bien, lo que sucede, apunta la norteamericana, es que la lógica económica del
mercado interactúa de maneras complejas con la lógica cultural: unas veces
instrumentaliza las diferencias; otras veces, las disuelve creando unas nuevas,
etc., a la vez que la cultura también influye y modifica la dinámica del
mercado.
Por tanto, la reivindicación
de la falta de reconocimiento consiste en que los modelos de valor cultural que
imposibilitan una participación igualitaria deben ser remplazados por otros que
la favorezcan, pero que sean compatibles en principio con las diversas formas
en las que los individuos eligen vivir y constituir su identidad, es decir, que
respeten la autonomía del individuo. Según Fraser, su
propuesta de paridad participativa tiene un carácter universalista porque
incluye a todos los individuos que intervienen en la interacción social y
presupone la igualdad moral de todos los seres humanos, pero, al mismo tiempo,
deja abierta y es flexible ante la cuestión de si un esquema de justicia
particular puede demandar la reevaluación positiva de la diferencia o la
deconstrucción de los términos en los que se expresan las diferencias
culturales asignadas a un individuo o grupo (como el qué es ser mujer, hombre,
indígena, etc.). Ello significa que no limita, como afirman los igualitaristas,
el reconocimiento público a lo que comparten todos los seres humanos, al tiempo
que descarta que todo el mundo necesite que se reconozcan sus diferencias y que
éstas estén ya determinadas anticipadamente. En pocas palabras, sólo se
reconoce la diferencia en forma contextual y pragmática como respuesta
reparadora de injusticias específicas y a nivel de estatus participativo. Por
lo tanto, no prescribe de antemano una medida específica[6], sino que
permite distintas posibilidades dependiendo de lo que se necesita en cada caso
para la participación equitativa (Fraser, 2000:
63-4).
Fraser intenta, dice Bensaïd,
conciliar el distanciamiento entre la izquierda cultural y la izquierda social,
donde el reconocimiento cultural puede ser una forma de universalidad rechazada. Intenta [08] “completar el respeto de lo
universal prestando atención a las diferencias oponiendo a todo sistema
clasificatorio, una dosis de saludable escepticismo deconstrutivo”
(Bensaïd, 2004: 99).
3. Rorty
contra el egoísmo y el sadismo
En su libro Forjar nuestro país (1999), Rorty interpreta lo que llama la sustitución de Marx por
Freud, como la actitud característica de la izquierda de reemplazar la lucha
contra el egoísmo por la lucha contra el sadismo; es decir, de tomar la
humillación de un determinado grupo como su principal motor en lugar de la
desigualdad económica. El norteamericano considera que la política de la
identidad o el reconocimiento se ha tomado más en serio enseñar a reconocer al
otro como diferente, particularmente en Estados Unidos, que combatir la
creciente disparidad en términos económicos. En los últimos años, dice Rorty, “[…] se reconoció que el sadismo tenía raíces más
profundas que la precariedad económica. Igual que hizo Freud, se entendió que
el delicioso placer que da crear una clase putativa de inferiores para humillar
a cada uno de sus miembros, era algo que seguiría dando placer aunque todo el
mundo fuera rico” (Rorty, 1999: 72).
Así, según el controvertido
filósofo, ello ha dado como resultado que en las últimas décadas, la izquierda,
especialmente la académica a través de los Estudios Culturales, se concentrara
en superar ese sadismo, abandonando la cuestión del egoísmo, lo cual se ha
traducido en el desplazamiento de la
lucha por la redistribución a la del reconocimiento. Dice Rorty:
“es como si la izquierda de Estados Unidos no pudiera desarrollar más de una
iniciativa al mismo tiempo, como si para prestar atención a la economía,
tuviera que ignorar los estigmas y viceversa […] y por tanto, ahora, Estados
Unidos proletariza a su burguesía” (Rorty, 1999: 77).
Rorty enfatiza su
preocupación por una economía donde impera cada vez más una abrumante
desigualdad; donde grupos pequeños y poderosos se apropian de la riqueza,
explotando y pauperizando a trabajadores de todo el mundo. Según él, si bien lo
que llama izquierda académica ha logrado combatir la humillación contra un
número importante de grupos vulnerables como mujeres, latinos, negros, etc., a
través de la política del reconocimiento, estos logros han permitido y hasta
promovido que se dejen de lado los asuntos de la distribución y la economía. Es
decir, que la lucha contra el sadismo o la falta de reconocimiento no ha
alterado significativamente los efectos del egoísmo o mala distribución de la
riqueza, y más aún, que al perder la batalla en el ámbito de la redistribución,
eventualmente, se perderán todos los logros obtenidos en el reconocimiento. Por
lo tanto, según él, eventualmente el desprecio y la humillación reaparecerán
como resultado del resentimiento producto de la precariedad (Rorty, 1999: 83).
En el mismo tono, en su
artículo Is Cultural Recognition
a Useful Concept for Leftist Politics? (2000a), Rorty cuestiona la noción de “reconocimiento cultural”.
Podríamos resumir sus objeciones en tres argumentos en contra de la política
del reconocimiento que deriva en una especie de nostalgia por la vieja
izquierda americana. La primera objeción es la que señalé
en el párrafo anterior y que Fraser denomina el problema del desplazamiento.
La segunda objeción muestra
escepticismo respecto de la viabilidad y la utilidad política de la noción de
reconocimiento de las diferencias culturales y la reivindicación positiva de la
identidad. En contraposición, el norteamericano defiende la simple eliminación
de prejuicios y estigmas, entendida como la posibilidad de admitir una común
humanidad[7] y con ello
alcanzar un trato justo entre sujetos. En este contexto, Rorty
sospecha de la interpretación culturalista de Hegel que hacen los partidarios
del reconocimiento, pues aunque concuerda con [09] Honneth
en que nuestra integridad y autorrealización depende del reconocimiento de los
otros, no cree que debamos ser reconocidos en tanto “miembros de un grupo o
comunidad particular” más que como individuos (Rorty,
2000a: 14). Además, el énfasis en la diferencia, para Rorty,
resulta en una “tribalización” de las culturas y lo
que llama “fetichización” de las diferencias (Bensaïd, 2004: 98), con lo que se promueve la posibilidad
de la ruptura entre grupos y se pierde aquello en lo que somos iguales o
suficientemente parecidos. Este señalamiento es claramente paralelo al problema
que Fraser señala como el problema de la reificación que he abordado antes.
En particular, para Rorty el camino a lo universal no exige una diversidad
cultural que considera demasiado abstracta, como veremos más adelante, y que
siempre corre el riesgo de fractura o separatismo entre grupos o entre miembros
de un grupo, sino que la universalidad se realiza en la diversidad de los
individuos edificándose a sí mismos y teniendo experiencias comunes (Bensaïd, 2004: 98). Aunque esto represente algunos
problemas prácticos, Rorty no ve ningún problema
teórico con ello, además de que la “necesidad de reconocimiento” le parece un
requerimiento más fuerte que “la necesidad de eliminar prejuicios” y, por
tanto, más difícil de alcanzar (Rorty, 2000a: 13).
Ello le lleva ser escéptico respecto de la utilidad política del término reconocimiento cultural y a sugerir que
la acción política debe dar prioridad a lo económico con respecto a lo
cultural, asumiendo paralelamente una lucha contra los prejuicios
discriminatorios. En palabras de Rorty: “si la
izquierda cultural sigue con su estrategia actual, si nos sigue exhortando a
respetar nuestras diferencias mutuas en vez de animarnos a no tomarlas en
consideración, tendrá que encontrar una nueva forma de crear un sentido de lo
común en términos de política nacional […]” (Rorty,
1999: 91).
La tercera
objeción resulta muy propia del estilo filosófico del norteamericano. Rorty apela a que el modelo del reconocimiento —y el
trabajo de la izquierda académica en general— sufre de
una ruptura entre práctica y teoría. Se posiciona en contra del nivel de
abstracción que puede alcanzar la teoría sociopolítica. En lugar de defender
una teorización general y exhaustiva con la cual entender las situaciones
particulares, considera que más bien hay que pensar en función de esos grupos o
individuos concretos y sus relaciones con una determinada institución o
contexto social. Según él, la abstracción de la teoría dificulta imaginar
cambios precisos. Si bien esta teoría le resulta brillante y radical, ya que
pone en cuestión la estructura misma del sistema capitalista tardío, no facilita
la elaboración de iniciativas políticas concretas. Dicho en sus términos: “[…]
es casi imposible descender de las alturas de sus libros hasta un nivel de
abstracción desde el que se puedan discutir las ventajas de una ley, un
tratado, un candidato o una decisión política” (Rorty,
1999: 85). En resumen, dice Rorty, no deberíamos
dejar que “lo óptimo tan abstractamente descrito sea enemigo de lo bueno” (Rorty, 1999: 94).
4. Rorty
y Fraser: encuentros y desencuentros
Una vez esbozados sus modelos
y argumentos, intentaré acercar las posturas de los dos pensadores, así como
puntualizar sus diferencias y evaluarlas. Podemos ver, en primer término, que
ambos intentan distanciarse del modelo que implica el desplazamiento y la
reificación. En particular, en lo que concierne al desplazamiento, coinciden en
que la identidad política ha obscurecido la desigualdad económica. Si bien Rorty le da prioridad a la redistribución para resolver el
problema, a pesar de que reconoce el sadismo como irreductible al egoísmo,
mientras que Fraser mantiene una concepción dualista,
ambos apuntan la importancia de recuperar en la acción política la
redistribución como elemento indispensable de la justicia y la necesidad de
atacar por varios frentes de manera simultánea.
Ahora bien, en el caso de la
reificación, también comparten la postura de que el modelo de la identidad del
reconocimiento es problemático porque esencializa la identidad, presionando a los individuos a
formar parte de grupos, y lejos de promover interacción a través de las
diferencias, promueve el separatismo y el conflicto entre éstos. Como
consecuencia, [10] parte de la crítica rortiana a la
política de la identidad no aplica a la reconstrucción de Fraser
en términos de estatus social. Sin
embargo, Fraser en lugar de rechazar la política del
reconocimiento como Rorty, la reconstruye en términos
de estatus para garantizar que exista igualdad en la interacción social. Si
para Rorty deberíamos volver a priorizar la economía
sobre la cultura, la humanidad compartida sobre la diferencia de grupo y pelear
por la redistribución mientras nos oponemos a los prejuicios y estigmas, para Fraser existen injusticias que no pueden ser remediadas
simplemente eliminando los prejuicios porque son valores culturales
institucionalizados, no solamente simbólicos o entre individuos. Es decir,
existe una dimensión de la organización social que no puede eliminar estas
injusticias sin apelar a acciones políticas de este tipo.
La premisa que Fraser defiende, ignorada parcialmente por Rorty, consiste en que existen arreglos sociales —no
solamente individuales o previos a los individuos— indispensables para la
justicia que deben permitir a todos los miembros de la sociedad interactuar
unos con otros como pares, y que algunos patrones de valores institucionalizados
impiden paridad de participación. Esto coloca la propuesta de Fraser en torno al reconocimiento en el ámbito de las
prácticas institucionalizadas, es decir, en el campo de las leyes, las
políticas gubernamentales, regulaciones administrativas, prácticas
profesionales y costumbres sociales, cuando su estructura establece que un
miembro de la sociedad no es un miembro pleno de ésta; por ejemplo, leyes de
matrimonio que excluyen miembros del mismo sexo como ilegítimos o perversos (Fraser, 2006a: 36). En contraste, Rorty
parece restringirse al ámbito de la interacción entre individuos o meras
costumbres sociales producto de tales interacciones, y con ello se puede
inferir que considera que el campo de las instituciones, las leyes y
regulaciones son derivadas del primero, lo cual resulta debatible.
En cualquier caso, para Fraser este esquema de una igualdad de estatus en derecho
exige reconocimiento, si bien político y no moral o psicológico, y no meramente
eliminación de prejuicios —como dije antes— únicamente en casos de desventajas
en la paridad participativa. De esta forma, parece a primera vista que Fraser responde satisfactoriamente a las objeciones rortianas. En primer lugar, el mismo Rorty
admite que combatir el egoísmo no es suficiente para terminar con el sadismo,
es decir, reconoce una dimensión irreductible del reconocimiento como
injusticia. En segundo lugar, recupera la importancia de la redistribución y
permite responder al escepticismo rortiano de por qué
puede resultar útil en algún escenario reconocer las diferencias culturales,
más que limitarse al reconocimiento de una común humanidad o mirar las
diferencias como poco importantes. Fraser exhibe
múltiples escenarios en donde la acción gubernamental puede y debe responder al
sadismo y no sólo al egoísmo (Ver, por ejemplo: Fraser,
2000: 62-3). Sin embargo, aún cabe la pregunta de si es posible el mismo
escenario de justicia o la misma desinstitucionalización de estas prácticas
apelando a la mera eliminación de prejuicios, por ejemplo: ¿el matrimonio gay
ha llegado a ser legal en algunos sitios porque los miembros de una sociedad
eliminan sus prejuicios respecto a las relaciones entre miembros del mismo sexo
o porque los reconocen como un grupo valioso? Y si los reconocen como un grupo
valioso, ¿no es porque eliminaron sus prejuicios? ¿Al menos una parte de estas
sociedades? ¿Cuánta distancia hay entre estas dos nociones? ¿Es necesario el
reconocimiento o es suficiente con pensar esas particularidades, como la
preferencia sexual, como irrelevantes?
En tercer lugar y más
importante, el concepto de reconocimiento de Fraser
no excluye ni contradice los ejemplos para eliminar los prejuicios que da Rorty para combatir injusticias. Es decir, permite defender
la posición rortiana de que es mejor educar a los
niños sin pensar mucho sobre si la gente es blanca, gay, lesbiana; de que ser
cualquiera de estas cosas no es gran cosa, con el requerimiento por parte de Fraser de que ello se cumple siempre que tengamos
instituciones que les permitan una interacción social en pie de igualdad.
Efectivamente, como dice Rorty, para superar el
prejuicio étnico no es indispensable interesarse en las culturas nativas de los
inmigrantes (Rorty, 2000a: 16). Por lo [11] tanto, el
escenario de Fraser no parece incompatible en
principio con la noción rortiana de que necesitamos
ser reconocidos como individuos, que la identidad se puede dar rompiendo con
los ancestros, la familia, la comunidad, etc., pero los patrones de valor cultural
institucionalizados deben garantizar que ante cualquier elección la paridad de
participación no esté coaccionada[8]. Así, la
premisa rortiana de que el desarrollo de la
autoimagen como miembro de un grupo debe ser una cuestión libre parece
depender, parcialmente, de que se cumpla el escenario propuesto por la
norteamericana, pues es fácil ver que tales patrones al menos influyen en las
elecciones individuales.
En suma, el escenario de Fraser es compatible con la idea de Rorty
de que reconocer la común humanidad no tiene nada que ver con el sentido
kantiano, habermasiano universalista de converger a
un acuerdo por “la fuerza del mejor argumento”, sino que es una cuestión de
pensar en las personas anteriormente despreciadas como iguales en formas
específicas, concretas y banales (Rorty, 2000a: 15).
Si consideramos este acercamiento entre las posturas ante la propuesta de Fraser, Rorty —dicho en sus
mismos términos— se rasca donde no pica.
Sin embargo, las objeciones de
Rorty no son insubstanciales cuando afirma que aplaudir la diferencia conlleva riesgos,
ello porque lo que comienza como un medio para asegurar la paridad puede
fácilmente “tomar vida propia” y derivar en la cosificación de las diferencias
de grupo y promover los antagonismos que se intentan evitar. Para estos casos, Fraser piensa en la noción de un reconocimiento
deconstructivo que ayude a contrarrestar las tendencias de reificación,
asumiendo el carácter contingente y de construcción social de todas las
clasificaciones de grupo, es decir, mirándolas siempre como flexibles,
permeables y porosas (Fraser, 2008: 87). Según Fraser, la deconstrucción tiene más implicaciones
institucionales directas en los casos donde la falta de reconocimiento puede
forzar a los individuos a identificarse con algún lado de un polo conceptual o
del algún grupo (hombre o mujer, homosexual o heterosexual, etc.), por lo que deconstruir estos términos, como el género, puede ser una
estrategia políticamente útil para remediar en este caso la subordinación de
estatus.
Rorty está de
acuerdo en la afirmación de que nuestras identidades “son construcciones
sociales —con el reconocimiento de que nuestros yos son contingentes y
productos de nuestras interacciones con otras personas, y que estas
interacciones son mayormente regidas por lo que Foucault llamó ‘poder’”[9] (Rorty, 2000a: 14). Sin embargo, es escéptico de la utilidad
que Fraser le atribuye a dicho deconstruccionismo en
el escenario de la justicia. El norteamericano encuentra en él simple
sofisticación filosófica. No ve que para terminar con la discriminación y la
humillación sirva atender a la deconstrucción de la identidad o que quien
humilla pueda cambiar al reconocer que la identidad humillada es una
construcción social (Rorty, 2000a: 17). No obstante,
si bien está fuera del objetivo de este trabajo, parte de esta diferencia de
posturas nos remite a su debate en torno a la distinción entre lo privado y lo
público, debido a que Rorty privatiza las cuestiones
referentes a la identidad, mientras que Fraser
defiende que una parte de ellas se desarrollan en la esfera pública[10]. Por lo
tanto, para Fraser, tal deconstrucción tiene una
innegable utilidad política en casos concretos.
Además, esta suspicacia ante
la sofisticación filosófica nos lleva a la tercera objeción de Rorty: la relación entre la teoría y la práctica. Para el
norteamericano, el reconocimiento cultural se ha hecho tan importante en la
izquierda por razones exclusivamente o principalmente académicas; según él, una
estrategia para hacer programas universitarios que parecieran apolíticos y
meramente académicos, y ante ello los intelectuales han querido convencerse
[12] a sí mismos que lo que hacen es central más que marginal en la política de
izquierdas (Rorty, 2000a: 17-8)[11].
Por el contrario, Fraser piensa que es importante trabajar en estas nociones
conceptuales, ya que para efectos heurísticos son indispensables, pues
considera que sólo cuando hacemos abstracción de las complejidades del mundo
real podemos diseñar esquemas que nos permitan entenderlo y mejorarlo. Por lo
tanto, distinguir entre redistribución y reconocimiento, reconstruir sus
lógicas respectivas; el intento de clarificación siempre ayuda a resolver
algunos dilemas políticos, concretos, reales y centrales de nuestra época. La
teoría estaría conectada con la práctica. Aun así, Rorty
no piensa que esta sofisticación conceptual tenga mucha conexión con la
práctica, si bien admira la agudeza filosófica de Fraser
para elaborar categorías analíticas.
En un intento por recuperar
ambos lados de los argumentos, es cierto que la clarificación conceptual
siempre —o casi siempre— puede ayudar a la práctica, y Fraser
lo hace explícitamente utilizando múltiples ejemplos de las sociedades
contemporáneas. Sus esquemas de clarificación y solución en el ámbito político
sirven para pensar acciones concretas en el dominio de la institucionalización
política, lo que a su vez puede ayudar a transformar las cuestiones de las
transacciones sociales cotidianas a las que hace alusión Rorty.
Es decir, la norteamericana no se queda en la sofisticación filosófica, pues la
implementación de determinadas políticas institucionales propuestas por Fraser puede ayudar a promover el tipo de interacción entre
individuos que defiende Rorty, además de que lo hace
concreta, contextual y pragmáticamente, tal y como el norteamericano lo
considera útil.
Sin embargo, también es verdad
que el gremio académico tiende a pensar que lo que hace es más importante para
la práctica de lo que en realidad es. Sobre todo en los escenarios
contemporáneos de una creciente elitización y
burocratización del trabajo académico, la conexión entre la teoría y la
práctica, entre la reflexión en filosofía o teoría política y la propia acción
social, parece difícil de articular y de creer. Por ello, aunque las críticas
de Rorty a la izquierda cultural no son del todo
certeras, y él mismo termina por defender un horizonte culturalista en su
nacionalismo, sus señalamientos son algo que deberíamos tener muy presente al
reflexionar sobre cómo se quiere insertar la izquierda académica en la acción
política. Ahora bien, creo que una buena teoría nunca debe menospreciarse,
pues, como el propio Rorty defiende, los límites de
lo que podemos llegar a ser sólo están dados por nuestra capacidad imaginativa,
por lo que no podemos saber a priori
si la deconstrucción del género o de cualquier otro término pueda eventualmente
ser de ayuda para implementar prácticas más igualitarias o más libres.
Si bien el debate en torno a
las teorías de la justicia es mucho más complejo y profundo de lo reflejado
aquí e involucra múltiples e intrincadas aristas, matices y consideraciones que
no se han considerado, mi objetivo se circunscribía a clarificar y valorar en
términos generales las diferencias al respecto entre Fraser
y Rorty, acercar sus posiciones e interpretar sus
diferencias.
Mi
consideración final en torno al desacuerdo entre ambos pensadores sería que una
forma de explicar tanta reserva de Rorty hacia Fraser en relación con el reconocimiento cultural es
atendiendo al talante filosófico que siempre le caracterizó. Como afirma Del
Castillo en su libro sobre Rorty, “[Rorty] representó una mentalidad más defensiva que
propositiva, más reactiva que constructiva, y su estrategia consistió más en
tomar precauciones para llevar una vida menos terrible que en prescribir
recetas ideales con las que alcanzar una vida humana más perfecta” (2015: 9).
Esta lectura de Del Casillo sobre el norteamericano explica que Rorty insistiera en su minimalismo sobre los requerimientos
de la justicia: quizá en el fondo pensaba que alcanzar un reconocimiento
positivo del otro era una petición demasiado exigente para el ser humano.
[13]
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[1] En contraste con lo que considera el
liberalismo, como apunta la propia Fraser (2006a:
20).
[2] Como explica Fraser,
lo consideran un materialismo pasado de moda que no puede articular las
experiencias clave de la justicia.
[3] Ya en su obra Escalas de Justicia (2008), Fraser amplía el escenario bidimensional a uno
tridimensional que incluye no solamente la redistribución y el reconocimiento,
sino la representación. Ver también: (Iglesias, 2012).
[4] Cuando consideramos colectividades ubicadas en
el medio del espectro conceptual, encontramos modos híbridos que combinan
rasgos de las clases explotadas con valores culturales menospreciados, por
ejemplo, el género y la raza. Son lo que Fraser
denomina “colectividades bivalentes”, que pueden padecer tanto mala
distribución socioeconómica como el erróneo reconocimiento cultural sin que una
sea efecto de la otra; por el contrario, dice, ambas son primarias y co-originarias (Fraser, 1997:
34).
[5] Sin embargo, esta distinción presenta
objeciones. Por ejemplo, Young y Butler rechazan la distinción entre
ordenamiento económico y ordenamiento cultural por dicotomizadores.
Afirman que la cultura y la economía están interconectadas de tal forma que son
mutuamente constitutivas y no pueden distinguirse en absoluto de manera
significativa (Young, 1997; Butler, 1998).
[6] Fraser va a
distinguir entre soluciones afirmativas y transformativas. En las primeras se
proponen soluciones para corregir resultados inequitativos de los acuerdos
sociales sin afectar el marco general que los origina. En las segundas, por el
contrario, los resultados se corrigen mediante la reestructuración del marco
general que los origina (resultados vs.
procesos).
[7] Es importante aclarar que para Rorty la común humanidad no está fundada en una
racionalidad trascendental ni en ninguna otra categoría metafísica o
epistemológica que nos otorgue algún estatus filosófico particular. Más bien,
intenta mirar las diferencias como irrelevantes y generar un círculo de
tolerancia y respeto lo más amplio posible, pero entendido como una afortunda contingencia y no como una
característica u obligación universal. Así, el concepto de común humanidad en Rorty no tiene un carácter kantiano o habermasiano
(Rorty, 2000a: 15).
[8] Ello incluye la necesidad de que la paridad no
obligue al arrasamiento de la cultura dominante sobre la minoría. Debo la
elaboración de este argumento a mi charla con el Dr. Miguel Calderón.
[9] “[…] with the claim that our selves are social constructions —with the realization that our selves are contingent products of interactions with other people, and that these interactions are largely governed by what Foucault calls ‘power’” (La traducción es mía).
[10] Parte del debate se puede ver en Fraser
(1990b) y en Rorty (2000b).
[11] La historia sobre lo que pasó en Estados Unidos a este respecto
es narrada por Rorty en Forjar nuestro país (1990: 73-81).