“La
retórica en Grecia y Roma” de Laurent Pernot
Reseña
Marco
Mancera Alba
mrcmancera@comunidad.unam.mx
Universidad
Nacional Autónoma de México
Escuela
Nacional de Estudios Superiores, unidad Morelia
Morelia,
México
Fecha de recepción: 16-10-17
Fecha de
aceptación: 28-11-17
Mancera Alba, M. (2018). “La retórica en Grecia y Roma” de Laurent
Pernot.
Quadripartita Ratio:
Revista de Retórica y Argumentación, 3(5), 60-65. ISSN: 2448-6485
[60]
Pernot, Laurent (2016).
La
retórica en Grecia y Roma. (2ª
ed. de Gerardo Ramírez Vidal; traducción de Karina Castañeda Barrera y Oswaldo
Hernández Trujillo).
México:
UNAM.
(305
pp.)
ISBN:
978-607-02-8168-6
Hace tres años se publicó por vez primera al español La Rhétorique dans la l’Antiquité de
Laurent Pernot, que se agotó con sorpresiva rapidez,
y ahora ve luz su segunda edición. En coloquios, encuentros académicos y ahora
paulatinamente también en las aulas, La
retórica en Grecia y Roma se vuelve herramienta solícita sea para el
estudiante curioso que brinca las distancias culturales e históricas para
indagar en los procesos, autores y perspectivas de la Antigüedad clásica de
esta disciplina histórica, sea para el profesor que recurre a esta obra para
cohesionar los discursos del devenir de la retórica primera, la de Grecia y
Roma antiguas, en su tránsito desde que en tiempos homéricos no hubiera término
o teoría para la retórica —la llamada retórica antes de la retórica— hasta su
fusión con el pujante horizonte cultural cristiano que la adoptó, despojándola
paulatinamente de sus prístinas fuentes y formas helenorromanas
hasta que se [61] alzó sobre un pasado milenario de rétores,
programas de formación y prácticas público-privadas.
Pero esta obra tampoco se niega a escapar fuera de las
aulas, allende el ámbito didáctico, ya que el especialista o el investigador y
el viandante curioso pueden allegarse también este libro, pero ¿de qué manera
les reporta ventaja o utilidad? Como se anuncia en la presentación (Pernot, 2016: 8-12), hay ya muchas historias de la retórica
antigua, pero pocas de ellas atienden el desarrollo y los procesos que se
sucedieron en las aportaciones de los sofistas o los cambios paradigmáticos del
helenismo o tras la disolución de la república romana; el diablo está en los
detalles.
Además de prólogo y conclusiones, componen al libro
seis capítulos y seis excursus
intercalados entre los capítulos, que versan sobre temas específicos y variados
del quehacer retórico: el primero recopila títulos de libros, ensayos o
artículos que tuvieron a bien contener la fórmula retórica de... en un intento del autor por mostrar un estado de la
cuestión que se ha manifestado con mayor asiduidad: el renacido interés por
estudiar, analizar, problematizar y —por no decir menos— aplicar la retórica ya
no tanto bajo el postulado histórico de usarla para leer los textos de los
oradores antiguos, cuanto para extrapolar sus conceptos, principios y esquemas
desde la Grecia y Roma antiguas hacia las producciones modernas y posmodernas,
escritas, visuales, orales o intermediales. Si se ha
revitalizado la retórica como concepto cognoscitivo para las ciencias humanas y
sociales es porque hoy más que antes los discursos unificados del Hombre —ese
que se escribe con mayúscula—, la justicia, la equidad, la libertad, la verdad,
el orden, el futuro, la unidad, el sujeto, la ciencia, etcétera, se han
desfragmentado en trincheras de discursos antagónicos, centrípetos o
disgregadores, legitimizadores o revisionistas,
anacrónicos o historicistas.
A este primer excursus le siguen otros con preocupaciones orientadas a la
Antigüedad: cuándo nace la palabra rhētorikē, qué significaba originalmente y cuáles
modificaciones ha tenido su significado; tercero, cuál era el común denominador
de cada miembro del canon de los diez oradores áticos; cuarto, cómo se
transformó la elocuencia política ateniense y espartana después de la derrota
en Queronea (338 a. C.); quinto, dónde participa la
risa como recurso del discurso en las obras de Cicerón y, al final, la relación
que hizo Elio Arístides (117180 d. C.) entre la palabra y su poder curativo.
Estos excursus
no son otra cosa que vías inacabadas de investigación, insinuaciones de los
derroteros que apenas empiezan a desbrozarse. Por ahondar en un caso: si la
risa en el discurso retórico es todavía un proyecto por ampliar, ¿qué decir de
sus formas atenuadas: el humor, la ironía, el sarcasmo, la mordacidad,
presentes en los poemas de la Antología
palatina o en el mismo Homero?
Inclusive, la risa literaria puede entenderse dialógicamente
como una confluencia de contextos de los que las obras abrevan y a los que se
dirigen, y tanto como el discurso forense se nutre de una confrontación ante
públicos y situaciones específicas, ¿la risa en Cicerón se dirigiría
exclusivamente a jueces y senado o podría también servir ambivalentemente a
lisonjear al público para vencer desde la grada del espectador y no desde el
podio del orador? Los procesos y contextos históricos que el libro presenta son
punta de lanza que incita a extender la fronda retórica hacia ramales aún no
explorados.
Por lo demás, cada capítulo participa como de dos
frentes de investigación: el primero es este de las sugerencias de indagación o
la posibilidad de trazar nuevas fronteras; el segundo se beneficia de las investigaciones
que, hasta el año 2000 cuando se publicó la edición francesa, han renovado las
exploraciones sobre el desarrollo histórico de la retórica en la Antigüedad y
que, incluso, han desmontado erradas concepciones que abusaban de los lugares
comunes y de generalidades faltas de fundamento. Por ejemplo, en el capítulo
primero, “La retórica antes de la retórica”, se anticipa el nacimiento de la
retórica a los discursos de los héroes homéricos, cuya elaboración revela
elocuencia y patetismo propios de un conocimiento de los efectos y las formas
de la palabra aun cuando oficialmente se data el nacimiento de la retórica [62]
hacia el siglo quinto antes de nuestra era. Laurent Pernot
argumenta que, si por una parte los discursos heroicos testimonian un mundo antropológico
hecho de rasgos y matices culturales que sucesivamente se agregaron al poema
prístino, también revelan la valoración central que la palabra tenía en el seno
de esas sociedades carentes de escritura, sin perder de fondo que los discursos
de los héroes homéricos son pre-retóricos.
La palabra se utiliza, en
Homero, como medio de intercambio entre individuos o en el seno de un grupo; en
este caso, no tiene inmediatez, sino que se inscribe en el tiempo; no es acción
por sí misma, sino que prepara, provoca o comenta las acciones de los héroes
[…]. Recurre a argumentos, a efectos de estructuras y de estilo. Sin embargo,
no tiene aún formas codificadas (como sí las tendrá más tarde el discurso
retórico) (Pernot, 2016: 33).
La palabra, el diálogo, el intercambio de ideas y
opiniones, la confrontación y la provocación dialógicas —en términos de Bajtín—
se suceden unos a otros desde que ese silencio cesó: como previene el fin de la
cita, la retórica del periodo clásico codificó, sistematizó y volvió disciplina
a la palabra, pero desde siempre se la ha empleado con funciones perlocutivas en la esfera cotidiana y la oficial, y los
discursos homéricos están permeados del manejo de la palabra que la tradición y
la experiencia arcaicas lograran.
Además de evidenciar la actualidad de las fuentes que
fundamentan el libro, el autor desliza de manera subrepticia nuevos motes que
oscilan entre la provocación y consciencia de una urgida necesidad por
actualizar algunos conceptos que se han empleado para tratar la historia de la
retórica. El título del segundo capítulo, “La revolución sofística”, atiza
preguntas al instante: ¿Una revolución? ¿Comandada por los sofistas? ¿Qué clase
de revolución llevarían a cabo esos mercaderes de la educación y deformadores
de la verdad? Fuera de las aulas universitarias cada vez más se ha resaltado el
papel histórico que tuvieron los sofistas en la historia de la filosofía, la
educación y la retórica de Grecia, por no decir que se ha limpiado su nombre de
la tradición supuestamente fundamentada en Platón que los presenta como seres
viles y opuestos a los principios de la verdad y el conocimiento que pregonaban
los filósofos.
El título no está falto de sustento: la retórica nace
casi ad sensum
en los tribunales de Siracusa —donde, se afirma, Córax
y Tisias (h. V a. C.) habrían escrito un primer
tratado de retórica, siendo según la tradición aristotélica Empédocles de
Agrigento inventor de la retórica—, pero bajo los ímpetus de los primeros
sofistas (V-IV a. C.) se dio la tecnificación de la retórica, es decir, la
instrumentalización de un sistema esquemático para aprender y hacer discursos.
Poco parece resonar la intervención de los sofistas en la retórica, pero
debemos a ellos sus fundamentos: por gracia de Protágoras, Gorgias
y otros autores menos conservados la retórica vio desarrolladas teorías sobre
sus partes y las del discurso, que representan los cimientos con que se
presentaría al mundo. En el contexto de la polis
ática se propiciaron discusiones sobre el lugar de la moral en la retórica y se
dio cabida a conceptos que devendrían ético-retóricos, como verosimilitud,
justicia, bondad y perjuicio, o se pulieron técnicas como la amplificación y la
abreviación y se estilizó la prosa poética.
El debate tampoco se relega en este capítulo. Laurent Pernot tiene clara consciencia de las investigaciones que
han remarcado problemas seminales: en principio, ni siquiera se sabe quiénes,
cuántos o qué escribieron esos llamados sofistas… En el tiempo en que vivieron
quienes el consenso llama “sofistas” (Protágoras, Gorgias,
Pródico e Hipias, por decir
los señeros), se empleaba el mote de manera más abierta para designar a todo
aquel “conocedor” o “experto” en algo; un calco del español justo con la palabra
griega sería el actual y también vernáculo sabedor.
La identidad sofística se formó extra illos homines: “No formaban
una escuela ni un movimiento organizado: fue el juicio de otros, de sus
admiradores y detractores, lo que los hizo existir como sofistas y les otorgó
una identidad de pensamiento a la que quizás ellos mismos no aspiraban” (Pernot, 2016: 40). Una identidad discursiva que redunda en
ver en ellos correspondencias de actitud, pensamiento y líneas de trabajo, es
decir, la [63] formación a posteriori
de una comunidad discursiva, desde cuyo concepto se los analiza.
Se nota en este punto un guiño positivista del tipo après la pluie, le beau temps: lograda la
revolución técnico-conceptual bajo los sofistas y ahora bajo el aún más boyante
contexto sociopolítico de la Atenas democrática, llega el culmen del capítulo
tercero: “El momento ateniense”. A excepción de la visión de los lectores de
cafetín de Platón, la confrontación entre el filósofo, guarda y conocedor de la
sofía del
mundo de las ideas, y el sofista, recolector de opiniones relativistas adversas
a la verdad, fue más una coparticipación dialógica: la discusión sofística
entre opiniones y verdades, prosa artístico-poética y representación directa
sintetizaron una filosofía alerta de los problemas de la estabilidad y
ambigüedad del lenguaje y el empleo que los rétores y
logógrafos hicieron de la opinión (doxa) fuente de la persuasión.
Siguiendo la exposición del autor, frente a una
filosofía impregnada por temas de interés de los sofistas, la disciplina del
discurso a su vez reflexionó sobre sus propios fundamentos y principios: además
de juzgar y poner en práctica las primeras sistematizaciones de la retórica,
Atenas también la sometió a escrutinio crítico dotándola de una dimensión ética
previamente no profundizada en la retórica. Para confeccionar un discurso
político o judicial, ¿sólo se necesitaba de opinión, técnica, pruebas y otros
adminículos para persuadir? ¿No también hay un imperativo interno en la
retórica que exige definir y orientar los ámbitos de desenvolvimiento de los
tipos de discurso hacia finalidades concretas y liberadas de ambigüedades
éticas que la técnica y la experiencia del rétor o el
logógrafo pudieran pretender?
La mutua contaminación —o mejor dicho,
intercambio— no hizo esperar resultados. En filosofía, el método mayéutico del Sócrates-Platón parte de un desmantelamiento
discursivo para restituir la dignidad fija de los sentidos —o al menos mediarla
en el diálogo— y Aristóteles, interesado en escudriñar las causas de las
sustancias, ordenó el conocimiento de la retórica de su tiempo y la ajustó bajo
su propia concepción de las cuatro causas, proporcionándole, de paso, nuevos
fundamentos. Gracias al Estagirita,
se reinsertan en la retórica nociones filosóficas cruciales, como, por
ejemplo, la noción de felicidad, que constituye el tema de las deliberaciones;
la lista de virtudes que dicta la tópica del elogio; el estudio de las pasiones
y de los caracteres […] o la teoría del entimema que traslada a la retórica la
lógica del silogismo (Pernot, 2016: 81).
Por su parte, más allá de la práctica, la retórica se
convierte en herramienta intelectual con la que se descubren procedimientos
apropiados para la persuasión a partir de la atenta comprensión del contexto
del orador y del conocimiento de los recursos y premisas retóricas a las que
podía recurrir para persuadir.
La moralización de la retórica, que contrasta con la
omisión de principios éticos de los primeros sofistas, se ve mayormente
apuntalada bajo la dirección de Isócrates, quien vio
en los significados de la palabra logos
(“palabra” y “razón”) una ambivalencia sin ambigüedad: es un don divino que
confiere al hombre la posibilidad de conformar sociedades. Isócrates
fue ante todo orador y pedagogo y no un filósofo; sus reflexiones más que
profundas atienden a la reconciliación central entre filosofía y el arte de la
palabra, que, así entendido, habría de fundamentarse en la verdad y la moral y,
así entonces, en una especie de elocuencia filosófica,
que “sentó las bases del humanismo, de la cultura oratoria y literaria, y ha
ejercido una profunda influencia en la historia de la educación en Occidente” (Pernot, 2016: 82). Laurent Pernot
afina así la manida confrontación entre filosofía y retórica que parecía situar
a cada una en polos de una ecuación irreconciliable: su relación consistió
antes bien en un campo variopinto de sutiles ajustes, estocadas, cambios de
estrategia y negociaciones a los que abonaron, sin preponderancias
desmesuradas, la labor de sus miembros y las exigencias de la época.
Hay una suerte de paralelismo histórico entre el
momento ateniense y la apropiación romana de la retórica entre los siglos
tercero y primero antes de [64] nuestra era, que se describe en el capítulo
quinto: “Roma, romanidad, romanización”. La
confrontación en el sur de Italia también propició una conquista romana de las
artes, ciencia, filosofía y retórica griegas hasta que personajes como Catón el
Viejo, los hermanos Graco y Cicerón, entre otros,
coadyuvaron a crear una retórica sui
generis para el contexto republicano y reorientada bajo el
paradigmáticamente romano papel ético del orador:
La ciudad [Roma] era el centro del poder y el
nudo de todas las redes. Ahí el juego de influencias y de alianzas de grupos y
partidos basados en la sangre, los intereses, las convicciones, daban a la
retórica una intensidad sin igual (Pernot, 2016:
120).
No es de extrañar que una figura pública como Cicerón
se impusiera en el foro gracias a su dominio del lenguaje, los recursos
argumentativos de que echaba mano, incluidos sus conocimientos jurídicos, o la
mordacidad y el patetismo de sus discursos (Pernot,
2016: 133-153). Con Cicerón se logra una expansión teórica y práctica sin igual
de la retórica, sólo vista en la Atenas clásica.
El paralelismo histórico se replica ahora para
subvertir el guiño positivista que mencioné antes: retratados y caracterizados
los ascensos y cúlmenes de la retórica griega y romana en los capítulos tercero
y quinto, el autor opta por dejar de repetir la idea de una decadencia de la
retórica en el Helenismo y el Imperio, a lo que mucho había influido el
testimonio de Diálogo de los oradores
de Tácito y otras fuentes (Pernot, 2016: 155-157).
No, todo lo contrario; Laurent Pernot polemiza una
visión opuesta que rompe con esa idea de un ascenso, culmen y decadencia de la
retórica para concebir el helenismo y el imperio como sendos laboratorios reformuladores que condujeron la retórica a nuevas
fronteras que los periodos clásico y ciceroniano apenas habían desarrollado y
que representan particulares caminos de pulimiento y perfeccionamiento: más que
decadencia, hubo apertura y cambio.
En el Helenismo la conquista y unificación
geopolítica de las poleis
griegas creó un espacio común de intercambio social e intelectual y, derruidas
las fronteras, la retórica se globalizó, según pregona el título del capítulo
cuarto: “La globalización helenística”. En el panorama de este periodo las
investigaciones y tratados sobre retórica se extendieron temática y
geográficamente: los autores desarrollaron cuestiones de estilo, argumentación,
actio y
memoria, que en la Época Clásica habían tenido interés marginal; continuó la
introducción de preocupaciones de la filosofía en la retórica. La apariencia de
un mundo retórico decaído se ve interpelada por el autor, quien restituye a ese
periodo un carácter ya ni siquiera transitivo, de imperfecciones y discursos a
caballo entre el esplendor ateniense del siglo quinto y la sublimación
ciceroniana del siglo primero, sino poseedor de formas discursivas y
figurativas redinamizadas, acordes a las condiciones
sociopolíticas trastocadas por la centralización alejandrina del poder y su
subsecuente fragmentación en el mosaico de culturas locales indígenas.
La retórica de la época no se presentaba
seguramente como una técnica desligada del mundo, sino como una formación
general que preparaba a las élites para su actividad pública. Contribuía además
a mantener los valores del helenismo y participaba en el movimiento de
revivificación de las tradiciones locales, de búsqueda del pasado histórico y
mitológico, mediante el cual se construía o se reconstruía la identidad
política y religiosa de las ciudades en el mundo helenístico (Pernot, 2016: 102).
A su vez, en el Imperio, la centralización de las
decisiones bajo la figura el emperador y de los gobernadores provinciales
representó un tour de force
que redefiniría la retórica. Extrínsecamente, su papel se ajustó para
satisfacer las necesidades de los súbditos gracias al papel agonal de los
representantes locales e imperiales; intrínsecamente, esta mediación facilitó
el perfeccionamiento de recursos epidícticos (Pernot, 2016: 199-210), como la alabanza y el vituperio,
que desplazaron a los géneros forense y judicial como medios centrales para la
negociación del poder imperial. En este periodo también se da la convergencia
entre retórica y poética —notable ya en Sobre
lo sublime de [65] Pseudo Longino—
y se destacan ejemplos de críticos literarios que, armados con conocimientos
sobre retórica, discuten las propiedades de las obras de oradores,
historiadores o filósofos. Laurent Pernot no deja pasar por alto el papel
educativo de la retórica en el Imperio, que fue paradigma y sistema bajo el
cual se formaron los romanos desde infantes, a tal punto que se concebía
inherente al papel del emperador la expresión oratoria (Pernot,
2016: 196-199); tampoco ignora la segunda sofística, que comprende los primeros
tres siglos de nuestra época y en cuyo contexto aparecieron hombres poseedores
de grandes habilidades retóricas comparables a los de los sofistas atenienses
del siglo quinto antes de nuestra era (Pernot, 2016:
215-223).
Tal vez el legado imperial adolece por falta de
nombres de peso como Cicerón o Demóstenes; no obstante, esta dolencia es
probadamente errada: Quintiliano, Plinio el Joven, Frontón, Apuleyo,
Filóstrato, Dion de Prusa, Luciano, Casio Longino son meros nombres señeros a los que el libro dedica
particular atención (Pernot, 2016: 199-223) y que
insinúan una época de abundancia abrumadora de oradores destacados, políticos, rétores de escuela o consejeros imperiales. La retórica
bajo la pax romana es tanto o más diversa cuanto
extensas las naciones sujetas a la administración imperial, y los talentos
regionales no pasaron inadvertidos bajo el sistema educativo retórico.
La retórica
en Grecia y Roma comprueba así su necesario lugar en los estantes de
escuelas y universidades, ya del estudiante ya del investigador. Cual Quijote desfacedor de agravios y enderezador de entuertos, Laurent Pernot restituye los pasajes de la historia de la retórica
leídos bajo una concepción decadentista de la historia y los sitúa en zonas de
tránsito con sus propios logros y expansiones. Si en L’ancienne rhétorique, Aide-mémoire
(1970) Roland Barthes
escindió la retórica en un viaje diacrónico y en la red del sistema retórico,
Laurent Pernot procuró conjuntar en todo momento la
teoría a la historia ahí donde los cambios teóricos se relacionaban íntimamente
con los autores que los efectuaron o el momento en que sucedieron. Historia y
teoría, novedad y discusión, panorama y detalle se suceden unos a otros y, como
si pretendieran resolver la cuadratura del círculo retórico, hilan un libro que
no es un manual de historia de la retórica, aunque lo sea, ni es un manual de
retórica, aunque sus exposiciones lo sugieran.
Finalmente, cabe aquí señalar una hibridación que
demuestra la particularidad del libro: cierra el libro un extenso thesaurus de
nociones y términos retóricos que, explicados en español, remiten lo mismo a
las palabras griegas o latinas empleadas y a sus fuentes originales. El autor
confiere con esto una nueva y última función a La retórica en Grecia y Roma, pues lo convierte en guardagujas
diacrónico y sincrónico de la retórica: con ayuda de los índices de temas y
nociones en español, griego y latín, el thesaurus remite en principio y en todo momento a los
autores antiguos que trataron tales o cuales cuestiones y, al mismo tiempo, se
dirige a sí mismo, pues los índices remiten a los pasajes del libro en que se
tratan esas cuestiones, lo que permite consultar con mayor claridad el
desarrollo de los conceptos y sus especificidades históricas.