Retórica
y educación en el reformismo cubano: la obra de José Agustín Caballero
Rhetoric and Education in Cuban Reformism: The Work of José Agustín Caballero
Alina Gutiérrez Grova*
Universidad de La Habana
Facultad de Artes y Letras
La Habana, Cuba
Fecha de recepción: 16-10-17
Fecha
de aceptación: 28-11-17
Gutiérrez
Grova, A. (2017). Retórica y educación en el
reformismo cubano: la obra de José Agustín Caballero.
Quadripartita Ratio: Revista de Retórica y
Argumentación,
3(5), 2-13. ISSN: 2448-6485
[02]
Resumen: Finalizando el siglo XVIII, el tránsito
de la economía de servicios cubana hacia el plantacionismo
demandó una rápida renovación del pensamiento en materia económica, urgido de
nuevo sustento filosófico y drásticas modificaciones en la enseñanza. En esas
esferas fue decisiva la cruzada por la reforma pedagógica que emprendió el
presbítero José Agustín Caballero, desde sus aulas del Seminario de San Carlos
y San Ambrosio y en otras tribunas como la prensa.
Los
enfoques teórico-metodológicos de las disciplinas contemporáneas que estudian
la textualidad no deben perder de vista las
condiciones de producción y recepción de los productos lingüísticos y las
normas en que fueron escritos. Con tal criterio, en este artículo analizo una
secuencia de “discursos dobles” atribuidos a Caballero, en los cuales, desde la
tradición retórica de las controversiae, se enrumba la argumentación hacia el papel de
la enseñanza en épocas de transformación socioeconómica. En esa doble textualidad se plasma el proyecto educativo de Caballero,
que para encauzar su intención restauró, paradójicamente, las tradiciones
discursivas asociadas a los modos de enseñanza, de investigación científica y
de especulación filosófica que él mismo se estaba empeñando en socavar desde su
cátedra, adecuándolas a los intereses moderados del reformismo; y entre ellas
—se constata aquí—, el reservorio de la tradición preceptiva retórica, renovada
en los debates de una generación cuya ideología de avanzada echó las bases de
las nuevas repúblicas americanas.
Palabras clave: José Agustín Caballero; retórica;
educación; prensa; discursos dobles; textualidad.
[03]
Abstract: In the late 18th century the transition in
Cuba from a service economy towards an agricultural one demanded a quick
renewal of the theorization concerning economics, which needed philosophical
backup and notorious changes in education. In this context the crusade for a
pedagogical reform that undertook the priest José Agustín
Caballero —both at the Seminario de San Carlos y San Ambrosio, and in the press— was decisive.
The theoretical and
methodological approach of contemporary disciplines focused in textuality must take into account the conditions of
production and reception of texts, and the norms by which they were written.
Using this criterion, in this paper I analyze a sequence of double (specular) speeches attributed to Caballero, which, from the
rhetorical tradition of controversiae,
guide the theoretical reflection towards the mission of education in the
renovation of society. In this double textuality
Caballero proposes his pedagogical project, which paradoxically restored the
discursive traditions coming from the teaching methods, scientific research and
philosophical speculation that himself was trying to undermine with his
teaching, assimilating them to the moderate interests of reformism. Among these
traditions, as it will be seen here, is the reservoir of the rhetorical preceptive tradition, which was renewed in the debates of a
generation whose modern ideology laid down the foundations of American republics.
Keywords: José Agustín Caballero; rhetoric; education; press; double speeches; textuality.
En
el último
tercio del siglo XVIII se gestó en Cuba el paso hacia el llamado plantacionismo azucarero, modo de explotación agrícola y de
procesamiento industrial que transformó la economía de servicios propia del
lugar de tránsito que había sido la isla hasta entonces, en una economía de
producción a gran escala, con la que se hizo en poco tiempo de un lugar de
privilegio en los mercados mundiales. El proceso demandó una rápida renovación
del pensamiento insular en materia económica, el cual alcanzó expresión madura
en la década final del siglo en el Discurso
sobre la agricultura de la Havana y medios de
fomentarla (1792) de Francisco de Arango y Parreño, primer gran estadista
cubano, discípulo de los renombrados economistas ingleses de la época. Pero el
proyecto de reforma económica necesitaba un sustento ideológico en que
ampararse y drásticos cambios en la enseñanza que la adecuaran a las exigencias
de los tiempos. Entre las figuras que iniciaron en Cuba[1]
—tímidamente, en principio— un movimiento de renovación intelectual y acción
social acompasado a las nuevas necesidades del desarrollo socioeconómico, la
más destacada fue la del presbítero José Agustín Caballero. Cierto es, no
obstante, que pensadores de la talla de Arango y de Caballero no obraban en
solitario, sino como los más avanzados representantes de un grupo de criollos
ilustrados cercanos al poder, provenientes de las élites de la burguesía esclavista, que compartían ideas y
compromisos sociales y actuaban de conjunto para ponerlos en práctica, con el
apoyo del gobernador de Cuba, Luis de las Casas y Arragorry,
que había llegado a su cargo en 1790 con las banderas de la Ilustración
española y con amplias facultades para establecer alianza con la cúpula de la
burguesía criolla.
El horizonte cultural que tocó
enfrentar a ese selecto grupo era, no obstante, un tanto frío y gris. La
generación de sus padres había disfrutado de un ambiente de progreso
intelectual en el que había dado la pauta, de 1720 a 1767, el Colegio San José
de la [04] Compañía de Jesús, en el cual enseñaron reconocidos maestros como
los novohispanos Francisco Javier Alegre y Pedro Rothea[2].
Pero tras la expulsión de los jesuitas de los dominios de España la educación quedó
en Cuba, enteramente, en manos de la Real y Pontificia Universidad de San
Gerónimo, fundada en 1728, que permanecía varada en las maneras de la schola dominica
medieval mientras la enseñanza elemental era del todo desatendida. Los jóvenes
reformistas de fin de siglo tuvieron, en buena medida, que buscar alternativas
extraescolares para su actualización ideológica y científica —y ese es uno de
sus mayores méritos— a menos que se hubieran educado en el Real y Conciliar
Seminario de San Carlos y San Ambrosio (Leyva Lajara, 1999: 21-23)[3],
que había ocupado desde 1773 el vacío educacional que dejara el cierre del
colegio jesuita. Ese fue el caso de José Agustín Caballero[4],
que ingresó en el seminario a sus doce años de edad.
En 1785, mientras completaba un brillante cursus escolar,
Caballero se inició en el propio seminario como asistente de la cátedra de
filosofía, hasta que una real orden de 1787 se la concediera en propiedad
perpetua. En 1797 elaboró para uso de sus discípulos el manual de estudios Philosophia electiva, primera obra producida en
Cuba sobre la materia que le da título. Consagrado hasta su muerte a educar a
una pléyade de jóvenes que continuaría su obra en el primer tercio del siglo
XIX, no ciñó sin embargo su misión pedagógica a las aulas. Fue miembro fundador
de la Real Sociedad Patriótica[5],
fundada en 1793, y al ocupar la presidencia de su Sección de Ciencias y Artes
encontró “una tribuna desde la cual abogar por la urgente reforma de la
enseñanza en la isla” (Leyva Lajara,
1999: 35), que tomó forma en los sucesivos documentos programáticos, cada vez
más osados, que presentó a la Corona por encargo de la Sociedad: Ordenanzas para las escuelas gratuitas de La
Havana (1794), Sobre la reforma de estudios universitarios (1795), Representación al Monarca solicitando la
reforma de los estudios (1796) y Discurso
sobre la necesidad de la enseñanza en lengua castellana (1796) (Caballero,
1999: 175-196)[6].
A la vista de estos títulos puede
pensarse que las tesis de Caballero promovieran una ruptura sustancial con los
métodos y procedimientos de la enseñanza escolástica, que aún daba el tono en
los dominios ultramarinos de España a contrapelo de las exigencias de la
Modernidad que se había abierto paso en la península desde principios del siglo
con la obra de fray Jerónimo Feijoo[7].
Un acercamiento [05] parcial a su abundante papelería apoya esa idea; así, recto sensu, Sobre la reforma de estudios universitarios es drástico en la
evaluación del estado de cosas que es su objeto:
El sistema actual de la enseñanza
pública de esta ciudad retarda y embaraza los progresos de las artes y
ciencias, resiste el establecimiento de otras nuevas, y, por consiguiente, en
nada favorece las tentativas y ensayos de nuestra Clase[8].
Esta no es paradoja; es una verdad clara y luminosa como el sol en la mitad del
día. Mas confieso simultáneamente que los maestros
carecen de responsabilidad sobre este particular, porque ellos no tienen otro
arbitrio ni acción que ejecutar y obedecer. […] ¿Qué recurso le queda a un
maestro, por iluminado que sea, a quien se le manda enseñar la latinidad por un
escritor del siglo de hierro, jurar ciegamente las palabras de Aristóteles, y
así en las otras facultades?[9]
(Caballero, 1999: 185-186).
Pero Sobre
la reforma de estudios universitarios iba destinado a un círculo
relativamente pequeño de entendidos, y el asunto que en él se debatía era muy
complejo para pretender transponerlo sin más al mundo, haciendo tabula rasa de las prácticas en que se
habían sostenido por más de dos siglos las relaciones socioeconómicas en el
mundo colonial, y con ellas las tradiciones discursivas reproducidas por la
pedagogía, únicas reconocidas por el público; además, Caballero no podía
desmentir su propia formación. De ahí que, en admirable conciencia de su
condición de hombre de frontera, optara por la moderación de la que denominó filosofía electiva, con la que se
propuso acompasar la tradición y el dogma con el positivismo científico. La
gnoseología del electivismo se plasma en el prefacio de
su obra escolar (Philosophia electiva, 1797), en el cual, tras
concluir el resumen de los aportes de los filósofos antiguos y los padres y
doctores de la Iglesia, como era de rigor, el maestro señala que ha comenzado
una nueva era:
La
escuela escolástica conservó la supremacía sin disputa alguna, hasta la muerte
de Guillermo de Occam, época en la cual sentaron los
fundamentos de la nueva Filosofía Galileo Galilei, de Florencia; […] Francisco Bacon, conde de Verulan, en
Inglaterra; y el famosísimo médico Antonio Gómez Pereira, en España.
Estos fueron los primeros
que, rompiendo el yugo de una tradición escolástica inveterada, abrieron nuevas
vías por donde muchos hombres notables por su cultura llegaron a la reinstauración
de la Filosofía mecánica, cultivada ya en otros tiempos por Demócrito y Epicuro
(Caballero, 1999: 106).
para terminar
adoptando una interpretación del razonamiento newtoniano que favorecía al electivismo como el partido más ajustado al proyecto
reformista:
En estos últimos tiempos se ha impuesto
otra escuela: la de Isaac Newton, noble inglés y matemático insigne, quien por
un lado admite los razonamientos de los Escolásticos, y prescinde por otra
parte de otras hipótesis mas recientes y, sin insistir
en la investigación de la naturaleza interna de las cosas, se preocupa
solamente de sus apariencias.
La realidad es que el método del raciocinio mecánico
ha sido aceptado en toda Europa con tal interés y adhesión, que nadie considera
dignos de ser tenidos por filósofos a quienes siguen otro camino en la
explicación de los fenómenos físicos (Caballero, 1999: 106).
[06]
Mucho antes de darle esta formulación
sistemática, empero, Caballero había ido madurando el electivismo,
que había dado a conocer con cautela a través del Papel Periódico de La Havana (1790-1805)
—en adelante PPH—, del cual fue redactor desde su fecha de fundación. La nueva
invención de la prensa le permitía ampliar a prácticamente todos los ámbitos el
alcance de una intervención social muy rica en pro de la reforma de la
enseñanza, en la que dirigió sus exhortaciones, muy particularmente, a la
juventud y a los responsables de educarla[10].
Así, por ejemplo, ya había concertado su fe de sacerdote con su razón de ilustrado
en el Diálogo entre un Frayle, un Mayoral y un Estanciero, que data de 1791
(PPH, 18 y 21 de agosto):
Ya es escusado que yo explique á Vms. la causa fisica de la
terrible inundacion, despues
de haber salido impreso un papel, donde arreglado á las leyes de la mas delicada fisica, se contiene
todo el [a]caecimiento que no hay mas
que decir ni que ponderar[11].
Pero sí añadire aquí, que muchas v[e] ces se vale
Dios de las causas naturales para llevar á debido efecto sus Providencias, y
castigar las culpas de los hombres. Por esta razón anegó al mundo en el
Universal Diluvio, y abrazó las cinco ciudades situadas á las riveras del Jordan.
Igualmente, Sobre la reforma de estudios universitarios
tiene su contraparte de prensa en la Relación
irónica que hizo un curioso de los estudios de Madrid por los años de 1786
(PPH, 2, 6 y 9 de junio de 1799) que, en el tono oblicuo que anuncia su título,
ofrece al público una imagen paródica de la enseñanza escolástica:
La primera aula que me dio gana de
visitar en Madrid fué aquella en donde se enseñaba la
Lógica. ¡Pero qué Lógica, sábios mios!
[…]. Allí no se hablaba de aquellas importantes cuestiones que adelgazan el
ingenio, ni mas ni menos que el hambre, ni se sabe si
la Lógica utente
se distingue de la docente, si el ente de razon
tiene fundamento á parte rei; si Dios le puede
hacer ó no; si los Angeles se distinguen en especie
&c. y sin saber este, ¿que han de adelantar después en la filosofia y demás ciencias? Como han de saber argüir á
silogismo pelado en un concurso por media hora ó mas,
si es necesario, para llenar el tiempo? Pero que mas?
Si no sabian decir distinguo, subdistinguo, formaliter, intransitive, ut quo, intentionaliter, reduplicative secundum quid;
antes bien los vi en ánimo de reirse de cualquiera
que quisiese persuadirles su importancia.
Así Caballero hacía valer las
posibilidades de intervención social de los procedimientos retóricos, fuera que
los considerara recta o irónicamente, como ya lo había hecho desde el Diálogo entre un Frayle,
un Mayoral y un Estanciero, de pura cepa platónica. Una observación
minuciosa de los textos que dirigió a sectores más amplios y heterogéneos que
el escolar, como el que componían los lectores del Papel Periódico…, revela cuánto arte se oculta tras las
comparaciones, las ironías y las paradojas, los paralelismos y las reducciones
al absurdo con que se aplica a educar a la opinión publica
sesgadamente, para conducirla por los derroteros del reformismo. Este modo de
orientación interesada, pero impalpable, había sido el desideratum que desde Aristóteles
compartían retórica y poética:
También en
los discursos se halla la expresión adecuada en la concisión y en la
amplificación; por eso conviene que, al hacerlo, quede oculto a la gente, [07] y que no parezca que se
habla con mucho remilgo, sino con naturalidad […]; ya que, del orador que así
maquina, se desconfía como de los vinos mezclados […]. Se disimula bien el
artificio, si uno compone seleccionando los vocablos en el lenguaje corriente; esto
es lo que hace Eurípides y además fue el primero en enseñarlo (Arist., Rhet., 3.2.3-5,
1404b) [versión de Francisco de P. Samaranch].
Para comprender el sentido y la magnitud
del empeño de Caballero, y la maestría con que era capaz de enseñar al gran público
deleitándolo, son ilustrativos el Discurso
filosófico, publicado por el Papel
Periódico… en los números de 1 y 14 de marzo de 1798, y el Discurso apologético, que apareció en
los números de 12, 15 y 19 del siguiente mes de abril —reproducidos en Caballero
(1999: 164171)—. Aunque de firmas seudónimas, ambos le
son atribuidos por multitud de razones: los tópicos que abordan, en los cuales
su autoridad era entonces máxima; los escenarios docentes en que suceden; su
estrecha secuencia temporal; la calidad de las composiciones, sazonadas con
ironía y humor; su relación intertextual con obras, autores y doctrinas que se
sabe Caballero conocía y, por fin, la circunstancia de que haya copia de ellos
en la papelería de Francisco González del Valle, primer colector y estudioso de
la obra del maestro en el siglo XIX[12].
El Discurso
filosófico, que firma naturalmente un filósofo, es una
negación en soflama en la voz de un neófito, que pese a todo se vale de añejas
argucias retóricas como la enunciación alética y el
juicio de autoridad:
Murió para siempre el horrísono
escolasticismo en Europa. Tal guerra le hicieron Feijóo, Torres, Quevedo, el Apologista Universal y el Padre
Centeno. Desaparecieron con él las negras sombras que oscurecían los delicados
entendimientos. Entró en su lugar la antorcha de la verdad: el experimento. Repitiéronse éstos. Concordáronse sus efectos. Formóse
la experiencia, y de las sucias mantillas del ergotismo salió sacudiéndose el
polvo de los entes quiméricos, luminosa y brillante, la filosofía racional, la
física experimental, la química metódica y todas las demás ciencias naturales
(Caballero, 1999: 164).
Tras declarar en exordio tan vehemente
la misma oposición empirismo versus
ergotismo en que se había sustentado Sobre
la reforma de estudios universitarios, el filósofo continúa argumentándola
con los procedimientos que había aprendido, muy presumiblemente, del discurrir
retórico del mismo ergotismo que con tanta pasión escarnece. Para empezar, una
descripción parcial y culpable del estado de cosas al que se opone, por
contraste con las nuevas posiciones que defiende:
Hasta este punto anduvieron vagantes y sin domicilio. Cada filósofo
opinaba según su capricho porque faltaban datos constantes que reuniesen sus
opiniones en un punto. De aquí la diversidad de éstas, y de aquí las de todos
los que discurriendo sobre una misma materia no partían de principios
uniformes. Ahora [los filósofos modernos] fijaron sus sólidos cimientos para
muchos siglos. Conocer la naturaleza como es en sí, es el objeto de las
ciencias naturales. Analizarla es el modo de conocerla (Caballero, 1999: 164).
[08]
En segundo lugar, el criterio de una
autoridad contemporánea de prestigio que supera al de sus predecesores: “No de
otra manera —dice Condillac—[13]
adquirimos los conocimientos en que entramos con la edad, que analizando. El
que más y mejor analiza, tiene mayor y más claro talento y puede hacer mejor
síntesis, o reproducir mejores ideas combinadas” (Caballero, 1999: 164).
Seguidamente, una descripción
igualmente interesada de los modos de actuación propios de la posición que
combate:
¡Qué diferente camino el
que siguieron los filósofos antiguos de éste! Entregados del todo al discurso,
dejaron a un lado la naturaleza. No veían lo que tenían a los pies, y andaban
indagando lo que había sobre los cielos. Consumieron toda su vida disputando de
las voces, y no de las cosas. Vana sabiduría que no consistía en conocer las
cosas, sino en jugar de las voces (Caballero, 1999: 164).
La descripción se amplifica con una similitudo que
desacredita esos modos de actuación por vía de antonomasia:
Que es ver a un
aristotélico armado de ergo talar,
queriendo probarlo todo sin experimentar nada. Así quería Don Quijote vencer soberbias
peleas sin más ejército que su brazo, ni más armas que su lanza y escudo. Pero
¡qué caros le costaban en la práctica estos osados acometimientos! Aquí cae
herido en tierra. Allí es apaleado por todo el cuerpo. Acullá
sufre un candilazo en la mollera. En la otra parte le hacen rodar por el monte
los brazos de los pretendidos gigantes (Caballero, 1999: 164).
Llegado a este punto, el autor
abandona la impersonalidad de la enunciación alética
para pasar al apóstrofe con que emplaza a los portadores de la tradición
escolar y propone modos de actuación científicamente fundamentados:
¡Así andáis vosotros, miserables ergotistas!
Enristrando el ergo y embrazando el distingo,
acometéis la soberbia hazaña de introduciros en ciencias que nunca habéis
saludado. Pero ¿con qué efecto? Con el más ridículo imaginable, porque aquí
caéis en una contradicción, allí soltáis un desatino, acullá
confundís lo blanco con lo negro y en todas partes habláis mucho y no decís
nada.
¿Pensabais con dos reglitas de barbara celarem
haberos hecho dueños de todas las ciencias? No, señores filosofastros. No se
comparan a tan poca costa los conocimientos de ellas. Es menester leer las
obras de los Padres. Es necesario repetir sus experimentos. Es preciso quemarse
las cejas en los hornillos y en los bufetes. Es indispensable comparar los
resultados (Caballero, 1999: 164-165).
Una vez instalado en la perspectiva personal
de la disputatio,
el filósofo la amplifica con un exemplum de su experiencia particular, en que se presenta a sí
mismo como caso de la similitudo
formulada arriba:
Sólo
sí diré que hace pocos días se me presentó delante uno de estos espectros
ergotistas, que habiendo conocido en el olor de los reactivos que yo era físico
experimental y químico moderno, requirió al momento sus armas escolásticas, y
me embistió con un denuedo sin par. Del primer bote de ergo me quiso hacer consentir en que el medio más seguro de hallar
la verdad es el raciocinio y discurso y no el experimento.
Pero viéndome inmóvil, acometió
con otro segundo [bote de ergo] en que aseguraba que de nada vale un químico
sin la forma silogística, pues no es más que un ente lleno de especies indoctas
y sin digestión (Caballero, 1999: 165).
El filósofo concluye el
exemplum
con una exhibición de su ethos
de “físico experimental y químico moderno” por contraste, esta vez, con una
modelación del carácter que supone al “miserable ergotista”:
[09]
Permanecí tan sordo como la luna cuando
le ladran los perros, y viendo mi frialdad exclamó en alta voz como compadecido
de mí: “!Ah, ciegos filósofos, ustedes son la causa de
la decadencia de las ciencias, y vendrían a ser la destrucción de ellas!” La
oración iría a seguir así: “si no hubiese quijotes escolásticos tan aguerridos
como yo que las sostuviesen”, pero se detuvo. Entonces volví la cara, le miré,
me sonreí un poco y seguí a paso lento mi camino (Caballero, 1999: 166).
El filósofo reserva
para la conclusión, en un golpe dramático, la prueba inobjetable de su historia
personal, que amplifica el valor de la anécdota e informa, además, de su
pertenencia al grupo profesional que más interesaba al electivismo:
Yo fui en mis primeros años de esta secta, y la amaba tiernamente; mas la
recomendé y enseñé a mis discípulos. ¡Qué vanidad no tenía del poder de mi
entendimiento! ¡Cómo revolvía todo el universo y lo sujetaba al discurso!
¡Experiencia! Lo mismo era oírla nombrar que cerraba y apretaba los ojos hasta
arrugarlos. Pero los abrí al fin, y la vi con tiempo; me avergoncé mucho de no
haberla visto antes. Deserté de las banderas del engaño, y pasé a las de la
verdad, y mis discípulos mismos pusieron a la puerta de mi estudio [un]
epitafio que quisiera yo poder fijar a la puerta del de cada uno de los
ergotistas de esta ciudad (Caballero, 1999: 166).
Pero de tanto ostentar su parcialidad el
filósofo se arriesgaba a enajenarse la simpatía del público lector por
apremiarlo ni más ni menos que a tomar partido en una guerra, al modelar a su
oponente con imágenes bélicas de tono bombástico que lo caracterizaban,
literalmente, como un “energúmeno” que se había presentado ante él en son de
disputa, “armado de ergo talar” y “embrazando el distingo” para acometer “soberbias hazañas”
de las que resultaba vencido por los argumentos de la ciencia positiva,
análogos a las caídas en tierra, heridas y apaleamientos que había sufrido el
hidalgo manchego del que se sirve como referencia[14].
Al mismo tiempo, este filósofo proyectaba de sí una imagen de inmodestia y
descortesía igualmente desmesurada, al apelar a la exhibición de una pretendida
sordera y por la grosería con que abandonó el escenario del diálogo. Tal falta
de modales hacía su ethos
tan vulnerable como pretendía que fuera interpretado el de su antagonista.
No eran diálogos de sordos, por cierto, ni
diatribas inflamadas lo que necesitaba el reformismo, y menos desde las aulas
que el aprendiz de filósofo amenazaba con convertir en campos de batalla, sino
un acuerdo que modificara las bases económicas en mesurada transición, sin
afectar de golpe criterios con arraigo en la ciudad letrada. Bien lo sabían los
redactores del Papel Periódico…, que
antes de cumplirse un mes de la publicación de este discurso beligerante,
dieron espacio al Discurso apologético,
un ejercicio del in utramque
partem dicere:
Murió para siempre el horrísono
escolasticismo en Europa. ¿Murió? Pues requiescat in pace.
Y ¿a quién se le atribuye esa muerte? ¿No se sabe si fue natural? Dijo un
filósofo experimental, y de más a más químico moderno, que resultó de las
guerras con Feijóo, Torres, Quevedo, el Apologista
Universal y el Padre Centeno. Pues señor, no queda duda. ¡Válgate
Dios, qué desgracia! Pero sí hay quien niegue, no el hecho, sino el género de
muerte. Y ¿de qué dicen que murió? ¡Dale! ¿Que sólo en la guerra hay muerte?
Murió de viejo. Pues ya que murió es muy justo que honremos la memoria de los
ancianos (Caballero, 1999: 167).
Desde este exordio
socarrón el Discurso apologético
construye, tanto en lo que respecta a exposición de ideologías como en el orden
de la composición y de la pragmática de la polémica, una imagen especular del Discurso filosófico, con el que conforma
una secuencia de “discursos dobles” en la tradición de las controversiae. Pero, puesto que
no es su interés mantener posiciones en la disputa, sino ofrecer solución al
mismo estado de cosas condenado por el [10] otro, el peripatético que lo firma
elige la estrategia de oponer al entusiasmo de colegial del filósofo un saber
reposado y maduro, con el que rehabilita tanto a la tradición injustamente
vilipendiada como a la Modernidad exageradamente entendida:
¿No le consta a V. que para nosotros la
experiencia, de acuerdo con la razón en la filosofía natural, es el primero y
más sólido argumento? ¿que el mismo Aristóteles nos
enseñó que nihil est
in intelectu quod prius non fuerit in sensu?
[…] ¿Que no hay más experiencia que la que se adquiere en las hornillas
quemándose las cejas y los dedos algunas veces? ¿En qué hornillas se las quemó
Newton y otros muchos sabios de estos últimos tiempos? (Caballero, 1999: 167).
De ahí que el peripatético deseche la
vía de la contraargumentación y opte por la de la
concesión:
Debemos convenir en que porque haya
algunos bien llamados “ergotistas” por majaderos, o por majadores, no es motivo
para calificarnos de energúmenos a los que tal vez tenemos demasiada flema en
hablar. Y ya es tiempo de responder que el Padre Feijóo,
Torres, Quevedo y otros no trataron de ridiculizar nuestra Filosofía, sino
hablaron de los abusos de algunos cursos académicos que corren impresos muy
defectuosos, o de los abusos de las disputas verbales, o de algunos errores que
ha querido introducir uno u otro autor escolástico, pero ya V. ve que la voz abuso está diciendo lo que es. A pesar
de todo, yo le confieso a V. ingenuamente que muchos asertos recibidos por
nosotros me chocan en extremo, y privadamente nunca los sostendría; pero
también es cierto que se hallan impregnados por otros autores modernos de la
escuela (Caballero, 1999: 169-170).
La concesión tiene la virtud de
disminuir la postura del oponente e inducir en el lector una interpretación de
los discursos dobles como no contradictorios, sino complementarios, en una
suerte de “negación de la negación” en cuanto se acepta lo que de bueno y
aprovechable tenga lo que el progreso haya superado, sin que se le vitupere por
sus carencias. Todo lo concede el peripatético en interés del grupo que
representa[15],
que es, al cabo, el mismo grupo que pretendió representar —y revolucionar— el
filósofo. Esto nos trae de vuelta a la cuestión de la enseñanza, que también el
peripatético rehabilita como ámbito de preferencia para la puesta en práctica
del modo electivo:
También es necesario
prevenir a V. que si el no ver instrumentos en
nuestras clases le hizo creer los despreciábamos, se engañó seguramente, porque
son otras las causas. […]
Lo segundo —porque no es nuestra
profesión inventar, sino hacer aprender lo que otros hacen inventando— nos
valemos de lo que trabajó Newton, Descartes, Gassendi,
Leibniz, Locke y todos los que han hablado de Filosofía; combinamos según
convienen con nuestro experimento, lo mismo que hará V. […], y lo mismo que
hace todo viviente racional cuando consulta con sí mismo (Caballero, 1999:
170).
Y si en algo se había opuesto
palmariamente el peripatético al filósofo era en la jovialidad, también argucia
retórica, pero más capaz de crear empatía en el lector que el estrépito
guerrero en que este se había regodeado:
Vamos ahora a satisfacer el agravio si
es cierto el cuentecito del ergotista. Yo confieso a V. que tiene mil razones
para despreciarlo porque oliendo los reactivos debía suponer a V. entretenido
en algunas de las ciencias que he dicho necesitan experimentos de fogoncito, y así fue una gana de alborotar, bien que
aquello de que el medio más seguro de hallar la verdad es el raciocinio y el
discurso […] no va tan descabellado para que volviera V. la cara, lo mirase, se
sonriese un poco y siguiera con paso lento su camino, porque esa sonrisita está
un poco picarona, y tiene sus humitos de amor propio (Caballero, 1999: 169).
[11]
Así, aunque estos discursos dobles
resulten por igual retorizados, la réplica del
peripatético resulta más cercana a la palinodia que a la antinomia. Con esto
gana una dimensión humanista que la hace más sensata que la estrategia de
acometividad del filósofo, pues nuestro —¿segundo?—
autor, que no reniega de la herencia en que se ha educado, asume su pertenencia
a una estirpe de “hombres-puentes”, optimista y constructiva. El paralelismo de
estos discursos ha sido interpretado por Leyva Lajera
(Caballero, 1999: 167, nota 3) como “un intento por presentar los argumentos
que, a favor o en contra, podían manejarse en el incipiente debate filosófico
de finales del siglo XVIII en Cuba”, pero del contrapunto entre el filósofo y
el peripatético trasciende más bien una conciencia de transición que afecta no
sólo a las ideologías y las ciencias, sino también a las formas discursivas que
las expresan, mientras enrumba la reflexión hacia el papel que en épocas de
cambio y renovación corresponde a la enseñanza, cuya creatividad consiste en
“hacer aprender lo que otros hacen inventando”.
Así quedaba zanjada la polémica a favor
de una educación mejor, justamente por flexible e incluyente, sin restricciones
ni autocensuras, tal como la proponía Caballero en su texto escolar, pero sólo
a nivel de expertos. Convenía asegurar la recta comprensión del gran público en
cuestión tan delicada, así que el Papel
Periódico… publicó seguidamente un tercer discurso: Pintura filosófica, histórica y crítica de los progresos del espíritu[16] (PPH, 24 y 27 de mayo de 1798), que
tiene calidad de colofón para la secuencia de discursos dobles que lo precedió.
La Pintura filosófica…, firmada por un seudónimo Apeles post tabulam,
se dirige tanto a autoridades y gestores como a beneficiarios de la enseñanza
electiva, destinatarios todos de esta exhortación final:
Es verdad que la introducción de estas
ciencias [exactas y naturales], y la reforma de otras no menos útiles que interesantes
al género humano, es asunto que además de su gravedad exige promoverse por
sujetos dotados de fuerza y autoridad, para dar a su voz cierto hechizo
encantador, sin dejar de ser y mantenerse en su decoro del desembarazo y la
indiferencia de que debe estar adornado todo espíritu. De aquí es que no me
contradigo ni pretendo otra cosa que ver si con mi pintura intereso de algún
modo la docilidad de los jóvenes habaneros, para que ratifiquen sus ideas,
prendiendo en su seno aquella noble pasión por los estudios que ha sido el
verdadero estímulo de nuestros padres, hasta el punto de que brillando ellos en
este otro hemisferio de la dominación española, a manera de un incendio de
luces, se transmitan y se derramen resplandeciendo sobre el trono de nuestro
augusto monarca para que le adornen y le eternicen (Caballero, 1999: 173-174).
Con estas imágenes del rétor como
artista de juventudes y de los discípulos como su obra para el futuro se resume
el proyecto educativo de José Agustín Caballero, cuyo genio encontró en el electivismo un camino eficaz para reorientar hacia
propósitos casi revolucionarios, pero sin festinación, ideologías amenazadas
por la caducidad. Para encauzar su propósito actualizó, también electivamente,
tradiciones discursivas asociadas a los modos de enseñanza, de investigación
científica y de especulación filosófica que él mismo se estaba empeñando en
socavar desde su cátedra, adecuándolas a los intereses moderados del
reformismo; y entre ellas, en primer lugar, el reservorio de la tradición
preceptiva de la retórica.
[12]
Bibliografía
Arango y Parreño, F. de (1971).
“Discurso sobre la agricultura de la Havana y medios
de fomentarla [1792]”. En H.
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compilación y notas de E. Leyva Lajara).
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Caballero: El espíritu de los orígenes”. En J. A. Caballero, Obras (pp. 1-98). La Habana: Ediciones Imagen
Contemporánea (Colección Biblioteca de Clásicos Cubanos, 5).
* Cuando este artículo ya
estaba en edición, recibimos la triste noticia de que la autora, Alina
Gutiérrez Grova, que presidía la Asociación Cubana de
Retórica, había fallecido. Unos cuantos días antes seguía ella haciendo ajustes
y modificaciones para que este artículo se publicara en su mejor forma posible.
Nos condolemos con sus familiares, amigos y colegas de la Universidad de La
Habana.
[1] Como en todo el mundo hispánico. Aunque esa compleja cuestión excede los
objetivos de este acercamiento a la formulación discursiva del proyecto
pedagógico de quien también ha sido considerado el primer filósofo cubano, vale
notar que las condiciones de las posesiones insulares de España en la cuenca del
mar Caribe no eran las mismas que las de los virreinatos continentales, y que
la historia de su pensamiento burgués ha de ser en consecuencia diferente, como
muestra la obra de Caballero. Ténganse en cuenta que la independencia de la
América insular se completó (y no del todo) justamente con la independencia de
Cuba, en la guerra del último quinquenio del siglo XIX, mientras los
virreinatos de tierra firme eran libres desde el primer tercio del siglo.
[2] El historiador E. Leyva Lajara (1999: 19-20), apunta que “en su Provincia de Nueva
España los jesuitas desarrollaron una fecunda actividad intelectual, impregnada
de un espíritu mucho más inquieto e inquisitivo que todo lo que hasta entonces
se pudo haber visto en La Habana. Este grupo mexicano, con posterioridad en el
destierro, hace que Europa descubra el universo americano que ellos tan bien
conocían […]. En el período que precedió a la expulsión, ellos eran quienes
estudiaban, escribían y enseñaban en los colegios jesuitas de Nueva España. Y
fue la Nueva España la región de América con la que más fuertes vínculos de
todo tipo tuvo el caribe español, en particular Cuba,
lo cual incluye también una poderosa influencia de tipo cultural”. En cuanto al
Colegio San José, refiere que “entre los veintisiete planteles educacionales
que tenía la Compañía de Jesús en su provincia novohispana, el de La Habana
ocupaba el cuarto lugar en cuanto a número de cátedras” (Leyva
Lajara, 1999: 20), sólo superado por el Colegio
Máximo de San Pedro y San Pablo, el de Guatemala y el de Mérida.
[3] El Seminario de San Carlos y San Ambrosio fue
autorizado por Real Orden de 1768. El obispo de Cuba, Santiago José de Hechavarría y Elguézua, que fue
su principal gestor, elaboró los estatutos en 1769; en 1773 se procedió a su
apertura, y comenzó la actividad docente el 3 de octubre de 1774. La gestión
fundacional del obispo parece haber sido muy avanzada, según dejan ver los
estatutos, y aunque su figura ha sido poco estudiada y su ejecutoria resulte
poco conocida, hay indicios de que la continuó en la diócesis de Puebla de los
Ángeles, a la que fue transferido en 1788.
[4] Caballero (1762-1835) completó con honores su
primera educación en el seminario en 1781. Inmediatamente inició estudios superiores
en la Universidad de San Gerónimo, que le concedió en el mismo año el grado
menor de Bachiller en Artes, el de Bachiller en Sagrada Teología en 1787 y el
de Doctor en la misma materia en 1788. (Leyva Lajara, 1999: 27-31).
[5] Más tarde —y hasta nuestros días— Sociedad Económica de Amigos del País.
[6] Téngase en cuenta que en este volumen la ortografía y la puntuación de
los textos han sido actualizadas.
[7] Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro (1676-1764). Religioso benedictino,
se desempeñó como profesor de teología en la Universidad de Oviedo. Es
considerado el primer ilustrado español por lo avanzado de su pensamiento,
abierto a toda novedad científica o filosófica, que expuso en sus Cartas eruditas y curiosas y en su obra
principal, Teatro crítico universal o
discursos varios sobre todo género de materias para desengaño de errores
comunes.
[8] La clase de ciencias y artes de la Real
Sociedad Patriótica.
[9] Sobre la reforma de estudios
universitarios concluye que
“es de creer y de esperar que si el Cuerpo Patriótico, creado para promover
oportunamente la educación e instrucción de la juventud, levanta sus esfuerzos
hasta el pie del trono, haciendo presente que entre la multitud de casas de
enseñanza pública que se numeran en esta ciudad, no hay una que instruya en un
solo ramo de Matemáticas, en Química, en Anatomía Práctica […] es de esperar,
vuelvo a decir, que representadas estas verdades de hechos al Soberano,
franqueará permiso para introducir una novedad tan útil y apetecida, como se
mandó establecer en las Universidades de Alcalá, Salamanca, Valencia y otras,
dentro y fuera de la Península” (Caballero, 1999: 186).
[10] Véanse, por ejemplo, los títulos de algunos de
los artículos aparecidos en el Papel
Periódico… que se le atribuyen con poco margen de duda, en los cuales la
cuestión es recurrente: Carta sobre el
establecimiento de un Hospicio en esta Ciudad (17 y 20 de febrero de 1791),
Carta sobre la educación de los hijos
(20 de marzo de 1791), Exhortacion á la juventud habanera (29 de mayo de
1791), Pensamientos sobre los medios
violentos de que se valen los maestros de escuela para educar a los niños
(19 de enero de 1792). (Siempre que se citen o refieran textos por sus
ediciones príncipe, se respetarán aquí las normas de ortografía, sintaxis y
puntuación que presenten).
[11] Probablemente, el Suplemento del Papel
Periódico… del 7 de agosto anterior, que intentaba dar una explicación
física a un “temporal” y una “terrible inundación” que probablemente fueran
síntomas de un huracán. Después de estudiar filológicamente (investigación en
proceso editorial) el Diálogo entre un Frayle, un Mayoral y un Estanciero, que firma “un
subscriptor”, he logrado establecer (Gutiérrez, s.f.),
también con escaso margen de duda, que es de la autoría de Caballero.
[12] No obstante, Fina García-Marruz (1990: 34),
cuyo criterio merece la mayor atención, considera que el Discurso Filosófico no debe atribuirse a Caballero, porque “no
tiene, en todo caso, ninguna de las características de su estilo, aun cuando sí
refleja sus ideas acerca de la Escolástica. No parece que el que escribió la Relación irónica, el mesurado Caballero,
pudiera ser el autor de esos altisonantes conceptos acerca de ‘el horrísono
escolasticismo’ al que combatió por medios más inteligentes, aunque no podemos
dudar de las autoridades que así lo han considerado”. Más adelante, y a
propósito del estilo del Discurso
Apologético, GarcíaMarruz duda también que sea
Caballero su autor, aunque le concede créditos que pueden aplicarse por igual
al Discurso Filosófico, si los
asumimos, ambos, como modelaciones irónicas: “Aunque sería muy propio del Pbro.
Agustín este aparentar defender lo que en realidad atacaba, así como poner las
cosas en su justo medio, criticando más que el escolasticismo su abuso en las
escuelas y citando a Newton, a Descartes o a Locke, ciertos conceptos y frases
que allí aparecen, que a pesar de todo revelan una mentalidad escolástica,
hacen suponer que él no fue su autor” (GarcíaMarruz,
1990: 41-42, nota 9).
[13] Caballero fue el primero en traducir a Condillac en Cuba, según noticia que recoge Max Figueroa en
su libro La lingüística europea anterior
al siglo XIX (1987: 176). Este es otro argumento para la atribución de
autor del Discurso filosófico.
[14] Quien por cierto, porque obraba de buena fe, no
merecía tan duro tratamiento.
[15] “Es cierto que hay muchas materias
discutibles, y de ellas disputamos; pero también es cierto que hay otras
inconcusas sobre que no se ventila sino para enseñar a los niños a inquirir la
verdad” (Caballero, 1999: 168).
[16] También atribuido a Caballero y conservado por
González del Valle. Se reproduce en Caballero (1999: 171-174).